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Feliz Día del Dinosaurio

martes 21 de diciembre de 2021, 08:03h

Hoy, Augusto Monterroso, el autor de la historia o el cuento que pasa por ser el más breve de la historia de la literatura, hubiera cumplido cien años. Es el más famoso y con mucho de ese género narrativo que se conoce como microrrelato y que en su caso, resume todo un mundo misterioso y complejo en siete palabras: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Probablemente, solo podría establecerse algún parangón con el haiku del poeta Matsuo Basho: “Salta una rana / en el viejo estanque. / Ruido de agua”.

Ambos fueron incesantes peregrinos, aunque por distintos espacios. Mientras que Basho recorrió el Japón medieval, Monterroso deambuló por distintos países occidentales, saliendo de su Tegucigalpa natal hasta llegar a la meta vital en la ciudad de México. De padre guatemalteco (nacionalidad que Augusto adoptó al llegar a la mayoría de edad) y madre hondureña, la familia se trasladó a Guatemala cuando él estaba aún en la adolescencia. Detenido y encarcelado por orden del presidente dictatorial Federico Ponce Valdés, consiguió exilarse en México cuando contaba con veintitrés años, y allí le sorprendió el triunfo de la revolución popular guatemalteca de octubre de 1944, que él mismo había alentado y de cuyo gobierno subsiguiente obtuvo un cargo menor adscrito a la embajada en México. Más tarde, en 1950, es nombrado cónsul de Guatemala en Bolivia, país en el que reside hasta 1954, cuando el derrocamiento del presidente Juan Jacobo Árbenz, tras la brutal intervención imperialista de Estados Unidos, le obliga a huir a Santiago de Chile, donde entablaría una estrecha amistad con Pablo Neruda que le llevó a colaborar en la Gaceta de Chile. Dos años después regresa a México donde reside hasta su muerte en febrero de 2003.

Mientras, viajó por muchos países y, entre otros muchos acontecimientos, fue testigo de honor en la ceremonia de inicio de la campaña de alfabetización en la Habana, flanqueado por Fidel Castro y Ernesto Guevara. Pero su destino largamente soñado siempre fue España. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2000, declaró: “Mi relación con España ha sido muy grande: espiritual y físicamente. Comenzó desde mi infancia en Tegucigalpa. Nací en el seno de una familia en la que todo lo español estaba muy vivo. En mi familia se recibían revistas españolas, se leía a autores españoles y se admiraba a cupletistas y toreros. Todo lo que venía de España repercutía en nuestra vida, y principalmente en la de mi padre, periodista, fundador de revistas culturales y sobre todo gran bohemio (…) Después de que el señor Franco murió fui a España y comenzaron a aparecer mis libros. Tengo vínculos con siete editoriales. Tengo unas relaciones muy estrechas”.

Su relato sobre el saurópsido que apareció en la Tierra durante el Triásico se publicó dentro del libro Obras completas (y otros cuentos), que vio la luz en 1959. Obligado volver sobre el mismo: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Llámenme extravagante, estrambótico o diletante, tanto da, pero mi relato favorito de Monterroso no es el del dino sino el que reza: “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista”.

El problema es que la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo ya sentenció, en noviembre de 1999, que llamar enano a una persona supone un atentado contra su honor, y de resultas, para situarse en lo políticamente correcto y no meterse en líos jurídicos, habría que sustituir la voz por persona de talla baja o inferior a la media, paciente de acondroplasia o persona con enanismo, con lo que el equilibro y la belleza del relato se irían al garete. Por eso voy a centrarme a la otra de mis fascinaciones “monterrosianas”, cuál es la reescritura fabulística.

Porque, héteme aquí que don Augusto es también autor de muchos relatos en los que coge el rábano por las hojas de las tantísimas fábulas de Esopo, Tomás de Iriarte y Félix María de Samaniego que poblaron mi lejanísimo bachillerato, y no en vano uno es de donde hace sus estudios preuniversitarios.

En una del primero, El león y el conejo, se cuenta la historia del fiero rey de la selva al que los moradores de ésta le convencen de que se coma a uno de ellos cada día y cuando le toca al conejo, el roedor se las apaña para llevarle con engaños a un pozo de agua, donde, al ver su carota melenuda reflejada, se lanza inconsciente y pierde la vida, salvando la de su víctima inminente. En el instituto Ramiro de Maeztu, mi profe de literatura nos recitaba monocorde y solemne que: “Aun siendo poderoso y con mal genio, sucumbe el grande ante el pequeño con ingenio”.

Cuando crecí (volvemos peligrosamente al tallaje), comprendí que las moralejas están muy bien para las fábulas, pero que la realidad es harina de otro costal.

Monterroso me lo explicó en otros términos en El Conejo y el León, donde relata que, ante las poderosísimas fauces del gran félido, lo que hace el conejo es salir disparado para ponerse fuera de su alcance. La escena es contemplada por azar y desde las ramas de un árbol por un famoso psicoanalista que, al regresar a la ciudad: “… publicó “cum laude” su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada”.

Harto complicado concluir a estas alturas una nota apresurada sobre narrador tan excelso, así que lo haré con sus propias palabras: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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