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Que las costuras no hagan llagas

miércoles 29 de diciembre de 2021, 08:25h

Nos aproximamos a San Silvestre, despídete de este, y en nada y un poquito más, al 15 de enero del próximo 2022, día en el que estaremos en condiciones de conmemorar el cuarto centenario del nacimiento de Jean-Baptiste Poquelin, 'Molière', el gran dramaturgo, actor y poeta francés quien (por traído por los vellos púbicos que pueda parecer) nos lleva aquí a reflexionar sobre las bragas o más específicamente por el color de las mismas en las tradiciones o supersticiones que acompañan a los festejos del fin de año.

Obviamente, pensamos en las braguitas (lo de “braga” es voz que hace tiempo quedó trasnochada y obsoleta) de las damas, aunque, en realidad, la prenda sea una recién llegada a la entrepierna femenina, si es que se nos permite tomar la historia en su conjunto. Porque las bragas, volvemos a la nominación obsolescente por lo antiguo del relato, desde que tenemos constancia documental de su uso, allá por el 1.700 a.C. y entre el pueblo persa, fueron prenda, primero exterior, luego interior y siempre heredera directa del taparrabos, de uso exclusivo en varones, que no en vano eran motejados de “bragados” cuando su comportamiento era valeroso, enérgico, firme y decidido; viril, en suma.

Pasaron siglos y siglos sin que a las mujeres se les pasara ni por el magín ni por los fondillos el uso de ropa interior en la zona genitourinaria, con la sola excepción del periodo menstrual, momento en que solían colocarse un paño entre las piernas que ajustaban con una suerte de sábana pequeña bastante similar a la que hoy usan los rihishi/luchadores de sumo japonés. Protegida, eso sí, por un abigarrado conjunto de enaguas, refajos, sayas y basquiñas y más basquiñas, que diría Quevedo para describir/denostar a las alcachofas.

Las mujeres empezaron a usar bragas propiamente dichas en los albores del sigo XIX y gracias a una norma municipal parisina de 1800 que impuso la obligatoriedad de su empleo a las prostitutas de la ciudad, seguramente por razones de higiene. Pero a ello se unió, tres décadas después, la eclosión de un baile más animado que el galope entre las clases trabajadoras del barrio de Montparnasse que vino a llamarse can-can, y la generalización entre las clases acomodadas de la crinolina o miriñaque, un poco después, como hacía la mitad del siglo.

De un lado, las patadas altas, split y piruetas de la nueva danza dejaban constantemente expuestos los montes de Venus de las bailarinas, mientras que, de otro, los armadores de las anchas prendas nacientes se levantaban fácilmente produciendo idénticas consecuencias. Así, entre el “eterno femenino” se impusieron las “bragas de lencería” y “tubos de recato”, que a partir de aquel momento fueron evolucionando hacía tamaños y diseños más reducidos, renominados en braguitas, culeros, pantys o tangas.

Y hasta aquí la evolución de la prenda que nos permite entrar en los colores y volver a Molière para llegar al quod erat demonstrandum del previo.

Desde hace tiempo, se ha impuesto entre las señoras y señoritas (siempre que este término sea utilizado en políticamente correcto y en ámbitos como la educación infantil o el comercio), la costumbre de recibir el año con braguitas o tangas de un color determinado, que a escala planetaria es mayoritariamente el amarillo, por su relación simbólica con el sol, elemento que remite a la eternidad y energía vital del planeta; otrosí del hecho constatable de que, en las grandes culturas orientales y latinoamericanas, evoca prosperidad, fortuna y contacto positivo con el mundo que rodea al individuo.

En España, sin embargo, el color bragueril dominante es el rojo, que en la tradición medieval se asociaba con la pasión, la sangre, la vida y la atracción amorosa.

Parece que en muy buena medida el desapego hacia el amarillo proviene de su fama de mal fario extendida desde el teatro por el aquel de que Poquelin/Molière murió en escena representando a un personaje vestido de ese color. Por su parte, la cultura taurina también aportó su granito de albero, ya que el capote de brega es rojo de cara al público espectador pero amarillo en su interior, de forma y manera que ese era el color que los diestros gravemente corneados veían por última vez en su definitivo adiós a la vida. Amarillo y muerte empezaban a resultar casi sinónimos, pero hay que decir alto y claro que entre que la influencia de la tauromaquia en la vida cotidiana se ha visto reducida a la casi nada y que la historia molièresca, comúnmente dada por cierta y verificada, es más falsa que los euros de hule, el fatum fatal del amarillo no es más que una farsa.

Lo cierto es que el 17 de febrero de 1673 Molière estaba representando por cuarta vez al hipocondriaco Argán en Le Malade imaginaire/El enfermo imaginario cuando empezó a sentirse muy mal, probablemente por un agravamiento de la tuberculosis que padecía desde hacía tiempo.

Le trasladaron a su casa, donde su mujer, Armande Béjart, consciente de la gravedad de la situación, empezó a buscar desesperadamente a un sacerdote que le confesara para poder enterrarlo en sagrado, pero para su infortunio el esposo expiró a las pocas horas sin haber recibido la extremaunción. De manera que no murió en el escenario y además lo hizo vestido como había llegado desde la escena, con un terno de color amaranto (mezcla de rojo oscuro y rosa violáceo) que él mismo había encargado a su sastre parisino, y que algún “traduttore traditore” convirtió en amarillo por sus santas gónadas.

Personalmente no me importa un adarme el color que cada conciudadana elija para sus braguitas o tanga de fin de año, pero si me conminaran a votar lo haría por el amarillo y haciendo hincapié en que días antes la prenda haya permanecido en un cajón rebosante de tomillo, que es lo que supe hacían las mujeres de calidad en la lectura de Malena es un nombre de tango de la gran Almudena Grandes.

Dicho queda. Eso y mi ferviente deseo de que las costuras no hagan llagas.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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