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La Tarara

martes 15 de febrero de 2022, 09:18h

El Consejo de Ministros de la semana pasada dejó a la voluntad discrecional de los ciudadanos españoles o foráneos que nos visiten, que en sitios públicos al aire libre y sin concentraciones masivas de personal, puede dejar de utilizarse la mascarilla.

Casualmente -aunque la política dicen que no deja hueco a las casualidades-, el acuerdo gubernamental se materializaba poco después del vodevil que brindó a los españoles la presidenta del Congreso, Meritxel Batet en el pleno de aprobación de la reforma laboral. Y, por si lo han olvidado ya –los acontecimientos políticos discurren como centellas en esta nueva realidad sanchista-, apenas una semana después de que el gobierno llevase al pleno de la Cámara Baja la aprobación de un Real Decreto con la prórroga de las mascarillas en exteriores que, además, incluía la 'paguilla' de las pensiones en el mismo.

Se ve que el ejecutivo no las tenía todas consigo para obtener el sí a la prórroga y, en un nuevo, arriesgado y vistoso juego de equilibrios políticos, mezcló churras con merinas para que el pastor no tuviese lugar a escoger cuál de las dos partes del rebaño aceptaba con mejor grado. Así -o todo o nada-, se aseguraba la jugada porque nadie querría ponerse enfrente de millones de pensionistas, que es tanto como decir de millones de votantes…

Pero, por otro lado, y con este vaivén de decisiones que tienen todo de políticas y nada de científicas -o técnicas, como prefieran-, el gobierno sigue jugando al despiste del personal, a que el ciudadano se fie menos de sus decisiones que de dejarle diez euros a José María el Tempranillo. Por eso, atendiendo al sentido común, varios días después de aprobada la medida, los ciudadanos, al menos en buena parte, no dejan de utilizar las FPP2 por calles, plazas y avenidas. Y, por supuesto, donde deben llevarlas obligatoriamente, es decir, en espacios cerrados (tiendas, grandes almacenes, polideportivos cubiertos, etc.), transporte público (metro, autobuses, autocares…).

Esquilache

Probablemente en el gobierno haya algún ministro -o quizás alguno de los cientos y cientos de asesores y fontaneros, que han contratado a dedo-, que haya recordado al ejecutivo la que se lió en la segunda mitad del siglo XVIII en el llamado Motín de Esquilache, a cuenta de un quítame allá una capa o un sombrero...

Rescatemos la memoria histórica. Corría el año de gracia de 1766, en pleno reinado de Carlos III en España y Nápoles. Al pueblo español no le hacía ninguna gracia tener como ministro a un italiano, Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache. Su marquesado dio nombre a un motín popular que levantó a los madrileños, primero, y luego a muchos otros pueblos de España, a protestar airadamente contra el ministro del rey. Aunque fueron varias las razones que empujaron a la población a salir a la calle para mostrar su descontento, los principales fueron la carestía de la vida y su disconformidad con la existencia de un ministro extranjero en el gobierno. Pero quizás lo que menos perdonaban a Esquilache fuera su prohibición del uso de capas largas y sombreros de ala ancha, probablemente para evitar que los ciudadanos de entonces portasen armas blancas o de fuego bajo su indumentaria.

Algo debía temer el ministro italiano de origen porque el hecho cierto es que el pueblo en armas en aquellas fechas se hizo dueño de Madrid tras su amotinamiento y su exigencia de que volviera el monarca, que había huido a Aranjuez. El rey prometió entonces que iba a volver a la capital cuanto antes, como así fue, y el pueblo se calmó al día siguiente de iniciada la revuelta.

Aquí no tenemos gobernantes extranjeros. Al menos más allá de las autoridades europeas a cuyo club, la UE, afortunadamente nos vinculamos voluntaria y libremente desde que en 1985 Felipe González firmase el acuerdo de adhesión… Tampoco ahora están de moda las capas ni los sombreros de ala ancha en nuestra indumentaria , pero lo mismo la utilización continuada de mascarilla en los dos últimos años , ha generado una cierta dependencia en nosotros y nada me extrañaría ahora que , con este balanceo gubernamental de criterio al respecto –“La Tarara sí, la Tarara no….”-, , no nos encontremos muy pronto con que la multa venga por su utilización. Justo al contrario de lo que ha venido sucediendo hasta hace solo unos días.

Así es que, como el desconocimiento de la historia -aquí y ahora, parece que la nuestra comienza con Franco y la Guerra Civil-, tiende a que los ciudadanos vuelvan a cometer los mismos errores del pasado, no debiera sorprendernos que un día de estos se creen las condiciones para un segundo motín. No de Esquilache, sino de las mascarillas. Quien avisa no es traidor.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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