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La presencia (y ausencia) española en el imperio Inca

La presencia (y ausencia) española en el imperio Inca

miércoles 13 de agosto de 2008, 04:18h

Un amigo, colaborador de diariocriticodeperu.com, me lo advirtió: “en Cusco (así se dice, que no Cuzco), ármate de paciencia porque te van a silbar los oídos”. Y así les ocurre a algunos de los muchos miles de turistas españoles que estos días visitan la maravillosa ciudad andina y el paraje sin par del Machu Picchu: algunos guías, enfebrecidos por un nacionalismo cuasi chovinista, cargan sin mesura contra la presencia histórica española en la ciudad y, de paso, contra lo que fue la ‘cristianización de los indios’. Es un mal trago que los españoles, en su papel de meros oyentes de lo que el guía de Cóndor Viajes –la agencia más importante de Perú—o de otras organizaciones, tienen que pasar. No ocurre en todos los casos, pero sí en bastantes.
 
Rastrear lo que fue la ‘invasión’ (así dicen algunos textos) y ‘conversión’ de las tierras incas y de sus pobladores es actividad altamente recomendable para los españoles que llegan a estos parajes peruanos en busca de un turismo cultural y ecológico. La presencia española es constante en la catedral cusqueña, en la bellísima iglesia de Santo Domingo, en la de la Merced –donde la cooperación española rehabilita un meritorio claustro--… La Plaza de Armas de Cusco, una de las más hermosas que conozco en América Latina, recuerda, por partes, a varias plazas memorables en España.
 
Obviamente, la historia que nos enseñaron a los niños españoles durante el franquismo obviaba los excesos de los ‘conquistadores’, aquellos hombres emprendedores y valerosos, pero incultos y a veces crueles, que en ocasiones tan poco respetaron tradiciones, cultura y hasta vidas. Eso es, fue, así, y pienso que conviene poco ahora empeñarse en silenciar una realidad que en Perú tienen muy presente los historiadores y, tengo la impresión, las gentes desde Cusco hasta Aguas Calientes, en el umbral del Machu Picchu, ruinas incas que, por cierto, fueron descubiertas por un norteamericano, y no por los españoles. 
 
Claro que la huella de la civilización española está muy marcada en las capitales, desde Lima a Cusco, pasando por Arequipa –una catedral maravillosa--; pero no en las pequeñas aldeas agrícolas, especialmente en la región incaica, cuyos pobladores sigue viviendo casi como hace dos siglos, desconociendo en absoluto el español –he podido comprobar que los mayores, y no tan mayores, hablan exclusivamene el quechua—e instalados en una suerte de atraso del que, en parte, hay que culpar a la que fue Metrópoli.
 
Pero una cosa es reconocer aberraciones históricas y otra denigrar la presencia española y dar por tierra con toda una labor que duró siglos, hasta el proceso de independencia de 1820 (ahora, por cierto, comienzan los preparativos de las conmemoraciones). España sigue teniendo una actividad importante en Perú –no hay sino que ver las cabinas de Telefónica en todas las esquinas; no hay sino que escuchar a compatriotas turistas, a miles, en las calles--, y bien harían las autoridades del Ministerio de Exteriores en Madrid en intensificar esta idea de cooperación actual y de que se afrontan conjuntamente esas celebraciones de una independencia de países que llegaron a ella mediante en enfrentamiento, hace muchos años superado.
 
Bueno sería, pienso, emprender una revisión realista, con luces y con sombras, de una historia que nos vedaron también a los estudiantes españoles, y que, en cambio, en algunos países de América Latina se ha mostrado con tintes especialmente negros. Claro que la propia Iglesia tendría que afrontar, con valentía y realismo, esa revisión, que incorporará no pocos excesos y brutalidades de una Inquisición que, no lo olvidemos, persiguió también a no pocos españoles ‘heréticos’. La historia, dicen, la escriben los vencedores; ahora, para vencer, simplemente hay que contar la verdad. Nada mas, nada menos.

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