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El banquero anarquista

El banquero anarquista

jueves 16 de octubre de 2008, 10:46h
Terminar con las imposiciones sociales. Acabar con toda relación social de dominación que suponga un límite para la autonomía personal. Promover el autogobierno de cada individuo conforme a sus propias reglas. Bajo estas premisas se entiende, por lo general y a grandes rasgos, el anarquismo, una ideología política tradicionalmente asociada al pensamiento progresista y de izquierdas. Sin embargo, desde hace algunos años la tendencia parece haberse invertido, y ha surgido un nuevo tipo de anarquista. Un anarquista que, como el banquero del relato de Fernando Pessoa, deja de lado el anarquismo decimonónico y se regocija en cómo, amasando una fortuna propia, ha conseguido liberarse de las imposiciones sociales que trae consigo la ficción social del dinero. Así, el banquero se muestra convencido de que ha llegado a la esencia del anarquismo, y expone ufano el modo en el que un día decide hacerse rico para poder hacer lo que quiera, esto es, para ser libre. En el proceso, no obstante, no ha de seguir sino su propio camino, porque de otro modo estaría engendrando tiranía, al decir a los demás lo que debían hacer con su vida, por lo que a la postre lo único relevante, y lo que lo convierte en un verdadero anarquista, es si él mismo es libre o no. Los demás no importan.

Esta perversión silogística parece puramente ficción, pero existe, desde luego que existe, y es posible que en la actualidad estemos recogiendo en forma de crisis financiera global los frutos de este extremismo ideológico. Paul Krugman escribía hace sólo unos días acerca de cómo, por medio del Secretario del Tesoro Henry Paulson, la Administración de George W. Bush, dominada por un híbrido entre liberalismo atroz y conservadurismo religioso, había rechazado la posibilidad de inyectar capital social en los bancos americanos en peligro de quiebra esgrimiendo ante esta posibilidad, vista como una nacionalización temporal parcial de los stocks de los bancos, el adagio de los peligros de lo público y las bondades de lo privado. Estas ideas poseen, por virtud de autores como Friedrich Hayek o Robert Nozick, un fuerte arraigo en Estados Unidos, donde cualquier desviación de la ortodoxia liberal en economía se considera un intolerable giro hacia el socialismo. Así ha sido durante los últimos quince años, donde hemos asistido a una desregulación del mercado tal que las grandes empresas se han convertido en entidades omnipotentes y opacas cuya salud no ha sido examinada hasta que sólo cabía certificar su defunción.

Este ‘nuevo anarquismo’ o libertarismo de la desregulación económica, basado en reducir el Estado a la mínima expresión – normalmente a funciones policiales y de aseguramiento del orden público – y permitir a los ciudadanos desarrollar sus negocios bajo la égida absoluta de su autonomía y más allá de cualquier imposición – léase control – estatal, empuja a cada individuo a valerse como buenamente pueda utilizando la lógica supuestamente perfecta del mercado. Pero el mercado no es perfecto, y este modelo no puede más que llevar al menoscabo de la justicia social más elemental.

Tal ha sido el panorama durante los últimos quince años, a lo largo de los cuales ha acompañado a la desregulación una bonanza económica que sin embargo no ha sido igual para todos. Según el Institute for Policy Studies and United for a Fair Economy, entre 1996 y 2006 las retribuciones de los consejeros delegados de las corporaciones estadounidenses crecieron un 45 %, mientras que las de los trabajadores medios norteamericanos lo hicieron sólo un 7 %. En el mismo sentido, sólo hace unos meses los altos ejecutivos de las quebradas Lehman Brothers o Merril Lynch se marcharon a sus casas con un bonus de decenas de millones de dólares. Los empleados también se marcharon a sus casas, pero al parecer nadie se acordó de su bonus.

La bonanza económica, parece, ha terminado, y nos encontramos hoy inmersos en una importante incertidumbre económica global a la que hemos llegado por la senda de la desregulación, la confianza ciega en la perfección de la lógica del mercado capitalista y la pasividad en cuanto a los controles a las grandes empresas globales. A la hora de la pena, no obstante, los primeros en solicitar una intervención de los gobiernos han sido aquéllos que ayer defendían celosamente su autonomía en su ‘nuevo anarquismo’, clamando por pasar de una privatización de las ganancias a una socialización de las pérdidas, amortiguadas a la desesperada con fondos públicos. Eso sí, parece que aún así, algunos siguen empeñados en emular al banquero anarquista de Pessoa. Notorio es el caso de la aseguradora AIG, cuyos consejeros gastaron más de 400 mil dólares en un hotel de lujo pocos días después de que el Tesoro estadounidense financiara, con fondos públicos, las deudas de la corporación. Si Proudhon levantara la cabeza…
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