Esta larguísima campaña electoral que, al parecer, terminó la semana pasada, empezó hace dos años y medio, cuando Rafael Correa irrumpía en la escena con su discurso de reivindicaciones y de rechazo a la vieja manera de hacer política (esa que, paradójicamente, se ha mantenido durante toda su gestión).
Pocos meses después vino la consulta popular para ver si se convocaba a una Asamblea Constituyente, la promesa insignia del flamante Mandatario.
El Gobierno prometía una nueva Constitución que cambiaría al Ecuador y tachaba a los pocos que se atrevían a oponerse a la Asamblea, a los que veían en ella un mecanismo para acumular poder.
Arrasó el sí. Empezaba otra campaña, ahora para escoger a quienes redactarían esa mágica Constitución que nos convertiría en poco menos que un paraíso terrenal.
Los candidatos ofrecían de todo, como en feria. El Presidente copaba los espacios para promocionar a los suyos.
El partido oficialista obtuvo una cómoda mayoría en la Asamblea y en ella hizo lo que quiso (o lo que quisieron los “asesores” extranjeros). Otra vez a las urnas, ahora para aprobar o rechazar el texto de Montecristi. Correa hablaba de “la madre de todas las batallas”; la oposición no supo explicar a la gente los verdaderos peligros que la nueva Constitución implicaba. Por tercera vez, aunque con un margen más estrecho que en las anteriores, ganó el Gobierno.
Con nueva Constitución tuvimos que volver a escoger gobernantes. Así llegamos a la campaña que terminó al jueves pasado, una campaña colmada de demagogia y de descalificaciones personales, carente de propuestas serias. Y ahora que han pasado las elecciones, uno se pregunta: ¿será que finalmente podremos descansar? ¿Será que el Presidente deja de tomar sus decisiones, incluso en temas tan delicados como el manejo de la deuda externa, en función de encuestas o índices de popularidad?
¿O será que, de acuerdo con sus extrañas concepciones sobre democracia, pretende seguir “legitimando” en las urnas sus brillantes proyectos?
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