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El problema no es Garzón, sino los desaparecidos

El problema no es Garzón, sino los desaparecidos

lunes 26 de abril de 2010, 07:39h

   España no va bien. La afirmación no constituye ninguna novedad. Lo grave es que muchos tenemos la sensación de que la combinación fatal de diversos problemas y la ausencia de diálogo entre los responsables políticos está generando un clima preocupante y casi irrespirable. Se trata de una sensación impregnada de un cierto fatalismo, que no es nuevo en nuestra historia, y sobre el que conviene estar avisados para adoptar cuantas medidas sean precisas para no ser víctimas de una tormenta.
   
  Las consecuencias de una crisis económica que se presenta larga y compleja, el deterioro institucional de organismos tan determinantes para nuestra vida colectiva como son el Tribunal Constitucional (TC) y el Tribunal Supremo (TS), el posible incremento de las tensiones territoriales con ocasión de la sentencia sobre el Estatut de Catalunya, las consecuencias de la revisión implícita de nuestra transición democrática y, lo que resulta más grave, la incomunicación creciente entre los líderes políticos, incrementa el grado de preocupación en sectores muy diversos de nuestra sociedad. Tenemos abiertas demasiadas incógnitas con respecto al futuro como para admitir que los partidos políticos se enquisten en la defensa de sus intereses, legítimos pero parciales, mientras la sensación de improvisación se consolida y la ausencia de una visión de nuestro futuro, también. En estas condiciones, no hacer nada, es como hacer todo mal.

   Veamos el “asunto Garzón”. Como ya he escrito en otras ocasiones, agradezco a Baltasar Garzón toda la ayuda prestada con el fin de amparar el deseo que tenemos los familiares de los desaparecidos y fusilados por el franquismo desde el 18 de julio de 1936 para encontrarlos y enterrarlos dignamente. Me parece un disparate jurídico y político que se le juzgue como juez presuntamente prevaricador por su actuación tras las querellas y denuncias interpuestas por nosotros, los familiares de las víctimas. Todo lo ocurrido con al procesamiento del juez Baltasar Garzón, constituye un oprobio, un acto injusto y una decisión que nos permite dudar sobre la independencia política e ideológica de nuestro más alto tribunal jurisdiccional. Tenemos un grave problema democrático en el poder judicial. En el mejor de los casos, podríamos decir que la opinión pública no comprende lo que está ocurriendo. Pero cometeríamos un error si nos equivocamos hacia donde orientar el foco de la atención. El problema, la cuestión y el dilema que puede dividir de nuevo a los españoles no se refiere tanto a la suerte profesional que corra el juez Garzón, como  a las dificultades para buscar la solución definitiva y el cierre de las heridas que todavía quedan abiertas desde la guerra civil.
   
   Por estas consideraciones, asistí al acto celebrado en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, pero no lo hice, tras pensarlo detenidamente, a la manifestación convocada con el mismo motivo el sábado pasado. Sigo pensando que lo establecido en el artículo 24.1 de la Constitución, “Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”, nos ampara, obliga a los tribunales y, no por casualidad, está en el frontispicio de nuestro texto fundamental.

   En realidad, cuando hablamos de los desaparecidos y del cierre de las heridas, estamos situados ante un problema político, que deberían abordarlo los responsables políticos buscando soluciones políticas y acordadas por todos para serenar las voluntades y los ánimos de los familiares. Todos juntos, familiares y responsables políticos, estamos a tiempo de adoptar alguna iniciativa de consenso, contando también con la Iglesia Católica, si accede, para que, bajo el impulso inicial del Gobierno, encontremos la solución y la salida. Lo contrario, dejar este asunto en manos de los jueces y asistir como espectadores a la crisis que estallará irremediablemente, es una irresponsabilidad.
   
   Y nada tiene que ver todo esto con la Transición ni con la ley de Amnistía. Creo que la iniciativa de Izquierda Unida en relación con la reforma de la ley de Amnistía ha sido un error porque dificulta cualquier acuerdo posible con el Partido Popular. Los problemas de la Transición se resolvieron por políticos que dialogaron intensamente, y no por los jueces. No se trata de menospreciar la tarea de los jueces, pero, en ocasiones, los mecanismos judiciales constituyen más una rémora para avanzar, que lo contrario. Cada uno debe jugar su papel. El Presidente del Gobierno debería reflexionar sobre todo ello. Porque esta cuestión no puede ser, bajo ningún concepto, material electoral con el que hacer frente a la presión de la derecha española, ni que la derecha reaccione del mismo modo. Por lo tanto, Zapatero debería adoptar alguna iniciativa. Yo ya se la sugerí públicamente ante el Comité Federal del PSOE, para salir de este pantano que nos amenaza a todos, pero no tuve éxito. Debemos de resolver la cuestión de los desaparecidos entre todos y cerrar la guerra civil definitivamente.
   
   Porque tampoco se trata, como incomprensiblemente ha dicho algún exdirigente comunista, de dejar a los muertos en las cunetas. La España democrática es incompatible con los desaparecidos y con el olvido. No podemos dejarles a las generaciones futuras una España con miles de cadáveres en las cunetas. No podemos consolidar definitivamente la reconciliación nacional entre todos los españoles descansando sobre el esfuerzo y el dolor de unos y el silencio o la negación de los otros. Los que ganaron tienen que ceder su parte como nosotros cedimos la nuestra. La reconciliación no puede ser solamente cosa de una de las partes. Las futuras generaciones nos pedirían cuentas si les dejamos la herencia de los olvidados y desaparecidos sin resolver. Y tendrían razón.

   Y además es urgente resolver la crisis del Tribunal Constitucional. Es preciso que los responsables políticos lleguen a un acuerdo para su renovación y para que el alto Tribunal cumpla todas las exigencias de la Ley que lo regula. Una sentencia sobre el Estatut en estas circunstancias podría desencadenar un conflicto político irreversible al contraponer la legimidad popular y parlamentaria con la legitimidad del propio Tribunal Constitucional. ¿Adonde nos llevaría tal conflicto? De nuevo nos encontramos ante un problema político y no estrictamente jurídico. Ni Rodríguez Zapatero ni Rajoy pueden permanecer cruzados de brazos contemplando la situación. España no va bien y es preciso reaccionar.   
   
*Enrique Curiel es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid

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