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De vuelta al oscurantismo

De vuelta al oscurantismo

jueves 20 de enero de 2011, 16:58h
Llegó por sorpresa a Puerto Príncipe Jean-Claude  Duvalier, dictador de Haití entre 1971 y 1986, hijo del también gobernante de facto -entre1957 y 1971- Francois Duvalier. Ambos establecieron regímenes opresivos, de un dispendio personal suntuoso y de profunda intolerancia a cualquier expresión de disidencia. Jean- Claude es el heredero simbólico de una forma de caudillismo tiránico que campeó en el continente a mediados del siglo pasado. Como su padre (y como Somoza o Trujillo) instrumentó una política clientelar y perfeccionó su propio escuadrón del terror.

A pesar de que la justicia haitiana y los organismos internacionales de derechos humanos han intentado sentarlo en el banquillo, Duvalier hijo no ha tenido  empacho en asegurar que volverá a hacer política.

Esto -improbable, aunque en un país destruido nada se sabe- representaría un retroceso no solo local, sino regional. Si bien es cierto que en América Latina y el Caribe aún falta muchísimo por hacer para fortalecer las instituciones democráticas, en los últimos años ha habido avances substanciales en diversos frentes que, en algo -así no sea aún suficiente-, sugieren un paso cualitativo hacia adelante en términos de nuestra capacidad de articulación y participación social, y que dejan atrás esos despotismos. Claro, el dilema sigue siendo el mismo que ha aquejado a los electores desde siempre: ¿cómo hacer que la retórica o la teorización de los gobernantes se traduzca en réditos concretos para la gente? El desafío de la Realpolitik, sorteando los consabidos obstáculos de los focos de corrupción, la negligencia burocrática, los mezquinos cabildeos partidistas y gremiales, es el pluralismo.

En ese sentido, podemos recordar una pregunta kantiana, difícil aunque simple: ¿existe verdadero progreso en la historia? Slavoj Zizek invitaba a pensar en ello tomando en cuenta el progreso en su dimensión ética y no solo material, y en sintonía con Noham Chomsky cuando propuso votar por Obama, pero “sin mucha esperanza” de que el “sistema imperial” cambiara en el fondo. Zizek coincidía con Kant en que “el progreso, entonces, no puede probarse”; pero afirmaba que “se pueden discernir signos que indican que dicho progreso es posible”, refiriéndose a los intersticios de la política en que la gente común aún puede hacer, más bien, que ocurra lo imposible.

En relación con los gobiernos de izquierda en Latinoamérica, más allá de sus contradicciones y problemas, los “signos de progreso” en términos de réditos para la gente están allí (aun con lo que puedan decir ciertos “izquierdistas ultras” que los critican en aras de una “revolución absoluta” de la noche a la mañana); y vemos, en un continente marcado históricamente por una “derecha gorila”, el  surgimiento, aunque tímido,  de otra derecha. Es cierto que el asunto de los “falsos positivos” perseguirá a Juan Manuel Santos de por vida, pero hay que reconocerle la conformación de un gabinete ministerial con cuadros de excelencia académica y técnica -a espaldas de favores políticos-, y el tono civilizado en el diálogo con sus vecinos. Es verdad que la matriz de Piñera es la oligarquía santiagueña post-Pinochet, pero ha tenido gestos que son más que gestos, como el reconocimiento del Estado Palestino (más allá del cálculo electoral de conmover a la importante comunidad árabe en Chile). Los mandatarios latinoamericanos deben, entonces, procurar que Haití no solo salga de la situación en la que está, sino que no retroceda hacia lo más lóbrego de su historia. Problemas como los de la última elección nacional -huérfana de veedurías y viciada por donde se la mire- deben preocupar a todos. El mayor oscurantismo de aquel país no es, como piensan los prejuiciosos folclóricos, su religión vudú, sino su política.
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