En el mundo occidental, la respuesta parece ser obviamente un no. Sin embargo, en Pakistán las cosas parecen ser de otro modo, aunque tal vez no medie tanta diferencia cultural como kilómetros nos separan.
Este lunes se ha detenido en un control en la frontera con Afganistán a una menor, Sohana Jawed, que llevaba un chaleco de explosivos con la intención de cometer un atentado suicida. El acto, que por sí mismo merece la repudia de toda la comunidad internacional, tiene la particularidad de que, en este caso, el verdugo también era víctima.
La niña había sido secuestrada por dos hombres y una mujer que le dijeron que iba a inmolarse y luego la sedaron. Vergonzoso. Y lo peor es que no es una primicia: está empezando a convertirse en habitual que se utilicen menores para cometer acciones de este tipo; el último caso se dio en febrero, cuando un niño de 13 años se inmoló en un recinto militar, burlando las medidas de seguridad gracias a su uniforme escolar.
¿Dónde tienen estas organizaciones terroristas sus escrúpulos? Plantearse esta pregunta al leer esta noticia ya es deleznable, puesto que cualquier persona capaz de matar a otros (y a uno mismo) a sangre fría carece de cualquier valor de humanidad, pero el hecho de aprovecharse de un infante que está en sus primeros años de vida para que este ejecute lo que ellos no se atreven es, por añadido, de una cobardía máxima.
¿Quién podía esperar que una detención policial fuese sinónimo de esperanza, de vida, de un destino mejor? ¿Cómo se habrá sentido esa menor al saber que, en el peor de los casos, lo que le depara el futuro es la cárcel y no ya la muerte? En un universo donde la vida vale poco, el que la conserva no tiene ningún problema en ceder, a cambio, su libertad.
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