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Los problemas de la democracia parlamentaria en España

miércoles 29 de junio de 2011, 19:36h
Uno de los pocos réditos que se obtuvieron del debate sobre el estado de nación consistió en comprobar la opinión generalizada, por no decir el amplio consenso, que existe entre las fuerzas políticas en el Congreso acerca de dos cosas sobre el sistema político: 1) la conveniencia de acometer reformas al sistema democrático existente en España; 2) la necesidad de defender la democracia representativa y parlamentaria procedente de la transición. En cuanto a las reformas, se mencionaron algunas conocidas: examen de la normativa electoral para inclinarla hacia un sistema más proporcional, acentuación de las exigencias de democratización de los partidos, eliminación de las tramas de corrupción, etc. Pero esas reformas se plantean, de forma general, a partir de la defensa de la democracia parlamentaria (y no a partir de su minado, como apuntó Josep Duran, el portavoz de CiU). Tanto Duran como Rodríguez Zapatero utilizaron democracia parlamentaria como sinónimo de democracia representativa, por las premuras del debate, pero estamos seguros que las diferencian. La primera es una modalidad de la segunda y no al revés. Desde su modelo opuesto, el régimen presidencialista, donde el Gobierno se constituye a partir de la elección del Presidente, que tiene bastantes prerrogativas (imperante en el continente americano, desde Estados Unidos al conjunto de América Latina) hasta el puramente parlamentario, como el británico, donde se elige el Gobierno a partir de las mayorías parlamentarias, se han ido produciendo algunas combinaciones intermedias (semiparlamentarios o semipresidenciales). El caso español se inclina claramente hacia la modalidad parlamentaria. Obviamente, las democracias parlamentarias sufren de algunos problemas generales de la democracia representativa, pero también tienen sus propios problemas específicos. Por ejemplo, un problema que afecta ahora a todas las democracias representativas refiere al impacto que tienen las crisis económicas sobre los niveles de bienestar en las sociedades avanzadas; porque, contrariamente a lo que suele decirse, los fundamentos de la representación son particularmente sensibles a las caídas bruscas del bienestar colectivo. El mayor efecto lo sufre el principal pilar del régimen representativo: la confianza de los ciudadanos en las instituciones y entre los ciudadanos mismos. Cuando se fragiliza la confianza colectiva sufre directamente el mecanismo de la representación: para que alguien me represente tengo que tenerle algún nivel mínimo de confianza. Por eso, cuando la confianza mutua se fragiliza se suele acudir al recurso de la participación directa, algo que luego tiene enormes dificultades para establecerse como régimen operativo en una sociedad de millones de habitantes. No obstante, el modelo parlamentario puede presentar también sus problemas específicos, unos de tipo constitutivo (a partir de la propia Constitución) y otros de tipo procedimental. Un ejemplo de esto último se ha manifestado en el debate sobre el estado de la nación. Pueden así señalarse al menos tres problemas recurrentes en el desarrollo de los debates parlamentarios actuales: a) la tendencia al uso de la argumentación sesgada o parcializada; b) el asentamiento de los debates sobre la lógica del disenso y no de la diada consenso/disenso (propia de los regímenes parlamentarios) y c) el exceso de acritud provocado por un determinado anclaje de cultura política celtibérica. El primer problema aparece hasta la saciedad entre los actuales líderes del Gobierno y de la oposición: uno señala los datos que corresponden al vaso medio lleno y el otro nos atiborra con las cifras correspondientes al vaso medio vacío. Solo si tenemos la suerte de que algún minoritario nos muestre la situación de conjunto, resulta posible tener una idea completa del asunto que se está tratando. Parece mentira que no se den cuenta ambos líderes mayoritarios de su reiterada parcialidad, que entorpece tanto los debates. El segundo problema guarda relación con las dialécticas de poder propias de las actuales fuerzas políticas mayoritarias. En ambas, sus líderes repiten incansablemente que colocan los intereses nacionales por encima de los partidarios, pero a la hora de la verdad, el uno pide consenso y colaboración en torno a las políticas del Gobierno y el otro se la niega en la perspectiva de desgastarlo políticamente para ganar las próximas elecciones. Esa dialéctica del disenso puede estar bien en situaciones de normalidad, pero hay situaciones extraordinarias que requieren acudir al otro elemento de la diada (el consenso) propio de las democracias parlamentarias. Si hacemos el diagnóstico de que la actual situación es grave, entonces es legítimo estudiar las posibilidades de buscar algún tipo de pacto de Estado para salir de la crisis económica. Y hay que insistir que no se trata de plantear un pacto global o un Gobierno de concentración (que sólo tienen sentido como último recurso), sino un pacto sobre una política específica de Estado; algo que ya se hizo en torno al terrorismo y que ahora podría pensarse acerca de la recuperación económica y el empleo (como lo solicitó el portavoz de CiU, lástima que no insistiera en ello en su debate particular con Zapatero). El tercer problema refiere al exceso de acritud que se aprecia en los debates y que procede de la cultura política celtibérica. Creo que este asunto merece una reflexión específica. Hay quienes se lamentan amargamente, como Cesar Alonso de los Ríos, que pregunta desde el diario ABC: “¿Por qué nos odiamos tanto?”. Mi juicio es que lo hacemos porque todavía no hemos aceptado plenamente la existencia de las dos Españas culturalmente distintas, que todavía existen en el siglo XXI. Desde luego, ya no son las dos Españas dramáticamente enfrentadas de buena parte del siglo pasado. Son otras dos Españas, las de este tiempo de la información y las redes sociales, pero siguen siendo diferentes en términos de raigambres culturales. Ahora bien, hay que tenerlo claro, ambas son España y es precisamente la democracia lo que nos permite dirimir esas diferencias culturales. Por ello hay que valorar tanto la democracia que tenemos y usar la diada disenso/consenso propia de los regímenes parlamentarios de acuerdo con las circunstancias y aceptando de verdad que los otros pueden ser diferentes.
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