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La guerra de los mundos

jueves 26 de noviembre de 2009, 09:29h
Vivimos tiempos insólitos. Que doce periódicos catalanes -no son todos, pero sí los más importantes- publiquen un mismo editorial que es, hay que decirlo, una amenaza de acción colectiva ante una posible sentencia contraria a la constitucionalidad del Estatut, emanada desde quien puede emitirla, es algo que carece de precedentes. Que todas las formaciones catalanas, con la excepción del Partido Popular, que es quien interpuso uno de los recursos ante el Tribunal Constitucional, piensen exactamente lo mismo ante una sentencia que aún se desconoce, resulta pintoresco; máxime cuando alguna de esas formaciones -Esquerra republicana de Catalunya, por ejemplo- se posicionó frontalmente contra el actual texto estatutario en liza, que hoy ERC defiende con entusiasmo.

No se trata, pues, de una defensa del texto del Estatut, que por cierto ya se está aplicando, sino de una reivindicación de ‘catalanismo’. Y eso, los catalanes, recordemos los tiempos del injusto encarcelamiento de Pujol por el franquismo, o la reacción ciudadana ante el lamentable comportamiento de aquel director de La Vanguardia, el ultrafranquista Luis de Galinsoga, saben hacerlo muy bien: se es catalán antes que socialista, o convergente, o comunista, o de izquierdas, o de derechas, antes que hombre o mujer. Y antes, por supuesto, que español. Eso es un hecho y para empezar a entender el fenómeno hay que admitirlo.

-Problema de ida y vuelta-

Así que Cataluña se convierte en un problema de ida y vuelta. De ida, porque Cataluña se siente nación, así, globalmente. Con mayores o menores dosis de entusiasmo, pero nación. Con grandes cantidades de seny, que incita al posibilimismo y a plantear hoy alianzas ayer imposibles, como la que diseñan, cara a las elecciones, Convergencia i Unió y Partido Popular catalán –a ver cómo se explica eso, si no es con la ‘mediterraneidad’-. Pero con firmeza: los catalanes se sienten catalanes, valga la redundancia, y se sienten algo heridos ante algunas reacciones que sus posiciones suscitan en el resto de España.

Y ese es el problema de vuelta. Porque hoy hemos oído decir, comentando desde una radio el editorial ‘a doce’, que en Cataluña vuelven los tiempos de la prensa del Movimiento. Nos parece un poco demasiado fuerte: cierto que la prensa catalana es, a veces, catalana antes que prensa -y por ello sus niveles de crítica ante algunos excesos de sus políticos tienen ocasionalmente sordina-. Aunque no menos cierto es que esa prensa tiene perfecto derecho a emitir sus propios gritos de alarma si en verdad se siente amenazada en su sentir ‘nacional’. Otra cosa, claro, es que exageren.

Pero las reacciones viscerales desde el lado de acá deberían analizarse un poco más a fondo. Cataluña cumple las leyes, paga sus impuestos -y los recauda-, contribuye a la marcha del Estado -que, a su vez, contribuye a la marcha de Catalunya-. Aún recordamos, con cierto bochorno, la campaña en contra del cava catalán que padecimos hace un par de navidades, seguro que ustedes lo recuerdan, como recuerdan que incluso alguna instancia oficiosa ‘madrileña’ se unió calladamente a esa campaña anticatalana.

-Reformar la Constitución-

Estamos ante la ‘guerra de los mundos’ más absurda que imaginarse pueda, porque todos los guerreros, de un lado y de otro, viajan en el mismo barco. Los sentimientos nacionalistas pueden a veces resultar hasta ridículos, cuando se plantean de manera desmesurada o energumeneica, pero son difícilmente embridables. Porque el nacionalismo es más un estado de espíritu que una tesis política, más una emoción del alma que un código -o un Estatuto- con capítulos y artículos normativos. Comprendemos lo arriesgado de la afirmación, pero si Catalunya -así escrito- se siente una nación, será una nación. Y los demás, los que amamos a Cataluña y a Catalunya aunque no seamos catalanes, lo que deberemos hacer es procurar que los catalanes se sientan cómodos dentro de España, o del Estado español, si se quiere, que la cosa no debe ir de guerras semánticas que a estas alturas poco significan.

Puede que para que los catalanes, y los vascos, y los gallegos, y todos, se sientan cómodos dentro de esta gran nación que es España haya que introducir cambios. Muchas veces hemos insistido, desde este modesto altavoz, en la necesidad de reformar la Constitución de 1978, concretamente en su Título VIII, dedicado a las autonomías. Y quizá incluso las reformas deban extenderse también a la composición y límites del Tribunal Constitucional, cuyo funcionamiento en estos tres últimos años ha producido un daño irreversible a la institución.

Un daño del que no cabe culpar (solamente) al comportamiento de los magistrados de lo que fue calificado, por el mismísimo Zapatero, “el corazón de España”: los propios partidos nacionales, con su política de recusaciones a algunos de estos magistrados, con sus presiones a quienes colocaron ‘a dedo’, precisamente para influir en esta sentencia del TC sobre el Estatut, que lleva retrasándose ya más de tres años -mucho más tiempo del que se tardó en elaborar, a trancas y barrancas, el propio Estatut--, también son culpables. Y los partidos catalanes, con su ofensiva de agobio y chantajes contra el Tribunal, máximo órgano de apelación en nuestro país, también tienen su parcela de responsabilidad.

Ahora, la ‘guerra de los mundos’ llega, cómo no, a los medios. Que en el citado editorial conjunto incluyen incluso alguna velada amenaza de “articular una legítima respuesta de una sociedad responsable”,  tras hacer una descalificación sin precedentes a una institución como el TC, que, hay que reconocerlo, tan poco se ha respetado a sí misma.

Ha llegado el momento de reconducir las cosas. Pero no mirando hacia otro lado, cosa tan propia de la marcha de la cosa política aquí en España. Llevamos años aplazando la reforma, consensuada y meditada, de una Constitución que nació para superar el franquismo y para poner en marcha el estado de las Autonomías, pero que quizá necesite retoques para adecuarla a lo que ha venido sucediendo, y evolucionando, treinta y un años después. Pongámonos manos a la obra y demuestre de una vez nuestra clase política, así, en general, su talla de estadista, comenzando por reconocer los errores cometidos -el primero de ellos, la resignación de Zapatero ante la exigencia de Maragall de tener un nuevo Estatut, que en aquellos momentos nadie reclamaba-. Y agarrando de una vez el toro -es decir, la tarea reformista- por los cuernos.
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