www.diariocritico.com
5 .- Los sorprendentes conciertos chiquitanos

5 .- Los sorprendentes conciertos chiquitanos

miércoles 06 de octubre de 2010, 20:46h
Era el chiquitano un pueblo musical. Esa fue una de las primeras observaciones que se hicieron los jesuitas al llegar al territorio que pensaban evangelizar. Música y danza se exteriorizaba en cualquier momento. Como instrumentos, dos tipos de flauta y la consiguiente percusión de las distintas maderas del bosque seco. Además, las matracas: calabazas huecas con semillas o piedras pequeñas en su interior, atadas de dos en dos. Un antecedente de las actuales maracas.
Ya hemos citado, casi de pasada, al P. Martin Schmid, el jesuita suizo que tuvo que residir mucho tiempo en Sevilla, a la espera de que la Corona le diera permiso para viajar a Sudamérica. Schmid, que era también violinista, aprendió el castellano en Andalucía y conoció la idiosincrasia del pueblo español. Un día, octava del Corpus Christi, a poco del comienzo de su estancia forzosa a orillas del Guadalquivir presenció con horror cómo un grupo de diez niños, “los seises”, se atrevían a bailar ante la Sagrada Custodia. Aquello, para él, era una auténtica herejía y no comprendía cómo los tribunales de la Inquisición no habían tomado las medidas disciplinarias correspondientes, teniendo en cuenta que la “blasfemia” se venía produciendo en la Catedral sevillana desde 1613. Pero pasó el tiempo, Schmid se fue haciendo español y sevillano y al cabo, consideró que la música y el baile también podían ser del agrado de Dios y de María Santísima

Al llegar a la primera misión jesuítica en Bolivia, San Xavier, Martin observó como aquellos chiquitanos le miraban con profundo respeto cuando interpretaba al violín las mejores composiciones del barroco. Bach, Haendel, Locatelli, Pachelbel, Scarlatti, Telemann, Vivaldi y otros compositores de la época sonaban en la Chiquitania gracias al violín del sacerdote suizo. Pero no quedó ahí la cosa. Como quiera que algunos nativos tuvieran intención de aprender a tocar lo que para ellos era un mágico instrumento, el P. Schmid fabricó uno y más tarde otros más. Aquel hombre observó que la mejor madera que tenía a mano para la fabricación de los violines era el cedro. Schmid hasta construyó un órgano, empeño de suma dificultad si se tiene en cuenta el lugar, la falta de medios y la zona en donde se encontraba. Allí nació, por tanto, la primera escuela de música misional. Hubo otro jesuita entregado a la causa de la música, el centroeuropeo (había nacido en Bohemia) Johannes Messner. Entre uno y otro montaron escuelas de música en todas las misiones.

Los chiquitanos aprendían música con rapidez. Lo primero que hicieron fue cantar los oficios religiosos, en latín evidentemente, como en las celebraciones litúrgicas del Viejo Mundo. Y lo hicieron coralmente. Eso se nota hoy. Cualquier coro juvenil ensaya a tres y cuatro voces mixtas. Verlos en concierto es otra delicia.

    Muy pronto sonó el violín en la iglesia en las manos de los primeros alumnos. E inmediatamente, los nativos aprendieron a utilizar con inusitado acierto el resto de los instrumentos de cuerda, viola, violoncello, contrabajo y bajo. Y, además, el órgano.

     La pasión por la música barroca se extendió entre todas las misiones. Los propios jesuitas comenzaron a componer y al cabo de unos pocos años, alumnos destacados también hicieron sus pinitos en la composición, algunos con indudable maestría. Así nació la música misional barroca renacentista de Chiquitos.

Festivales
Fue tan importante la labor musical de Martin Schmid (más adelante hablaremos de su sorprendente faceta como arquitecto) que en el pasado mes de agosto de este mismo año, se ha celebrado, como viene sucediendo desde 1996, los “Festivales de Temporada, de Música Misional en Chiquitos”, en donde se interpretan fundamentalmente las obras del Archivo Musical Chiquitano (AMCH) y de compositores europeos de la época, pero sin renunciar a la obra de músicos del XVIII, XIX e incluso del XX. Los conciertos tienen lugar en las propias iglesias misionales. Entre el 26 y el 30 de agosto de 2010 se han celebrado ¡veinticinco conciertos!, en las misiones de San Ramón, San Xavier, Concepción, San Ignacio de Velasco, Santa Ana, San Miguel, San Rafael, San José, Santiago de Chiquitos y Roboré. En esta última localidad no hubo iglesia misional, pero dada la proximidad (25 kms. de pista terrosa, algo más de media hora) de Santiago de Chiquitos, disponen de su propia orquesta. En la capital del departamento, Santa Cruz se celebró otro concierto. Algunas de las poblaciones citadas, además de orquesta, tanto infantil como juvenil, poseen también coro. Toda esta labor y todos estos conciertos necesitan muchas ayudas. Las prestan por ejemplo, la Agencia Española de Cooperación Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, las embajadas de los Países Bajos, España, Brasil y los Estados Unidos, más los gobiernos y prefecturas del departamento de Santa Cruz y de los propios municipios.
 
      Al leer los distintos repertorios de cada orquesta que figuran en el programa oficial de los conciertos de 2010 se comprueba cómo el AMCH es utilizado con profusión. El autor misional más importante es, sin duda, el italiano Domenico Zipoli que, curiosamente, murió antes de poner los pies en la Chiquitania.

     Cuando los jesuitas fueron obligados a abandonar con exigente premura las misiones, tanto las reducciones como sus iglesias, quedaron abandonadas. Sin embargo, se produjo un milagro. Ni un solo chiquitano quiso robar ni destruir la obra jesuítica. Los dejaron marchar con profundo dolor y con inmenso agradecimiento. Hubo hasta conatos de oposición a la expulsión, pero los propios jesuitas los desautorizaron. Las misiones parecían abandonadas, pero no fue así. Las reducciones siguieron funcionando. Los cabildos mantuvieron su autoridad. Y nadie profanó los templos. Todo ello prueba la aceptación y el respeto que por los jesuitas tuvo el pueblo chiquitano. Además, el P. Manuel Rojas, de la misión de San José, hizo un inventario exhaustivo de todo lo que dejaban y mandó guardar lo que se consideraba verdaderamente importante; por ejemplo, las partituras.

    Hay una anécdota que parece increíble. Expulsados los jesuitas, se dio el caso de que en Santa Ana de Velasco, que había sido fundada en 1755, seguían con la iglesia primitiva, sencilla, lejos de los impresionantes templos en donde se celebraba el culto en las demás misiones. Pero poseían  los planos que les habían dejado los jesuitas y tenían ya fabricados los materiales para su construcción. Fueron por tanto los indígenas quienes, sin ayuda, levantaron el templo. Una prueba más de lo que había supuesto para ellos la presencia jesuítica.

     Hasta 1814 no volvió a haber culto en las misiones. Casi cincuenta años con las iglesias abandonadas, deteriorándose paulatinamente, pero respetadas por sus habitantes. Vinieron luego franciscanos y miembros de otras órdenes y congregaciones religiosas. Se hicieron cargo de las iglesias, exclusivamente. Pero nada hicieron por su mantenimiento. La vida siguió su curso. El violín fue incorporado a la música tradicional indígena, hasta el punto de que no hay pueblo, independientemente de su orquesta, que no posea pequeños grupos de violinistas o artistas que lo hagan en solitario, interpretando, siempre, música folklórica. Por ejemplo, Orlando Cuéllar Chuvé, que anima cualquier celebración en Santiago de Chiquitos y que ha grabado dos discos.
  Obtenida la independencia en 1825, los nuevos gobernantes criollos trataron de organizar la presencia religiosa, pero con pocos resultados. Tuvieron que pasar otros cien años para que el legado jesuítico volviera a ser tenido en cuenta, se crearan organismos adecuados con el fin de restaurar aquellos templos misionales, respetando con seriedad, meticulosidad y acierto, los elementos originales, tanto arquitectónicos como ornamentales.

     Las partituras de música barroca chiquitana se perdieron inicialmente. Por desgracia, la escasa formación cultural de algunos de los sacerdotes instalados en la zona, unido a una especial inquina, en muchos casos fruto de la envidia, contra la Compañía de Jesús, hizo que no sólo desconocieran o despreciaran el legado musical de los jesuitas, sino que incluso hubo un sacerdote, en Santa Ana, que utilizó como papel higiénico las partituras que había encontrado en su cuarto de baño. Pero, afortunadamente, en otra misión, cien años después, y hurgando en un baúl que había aparecido cubierto de polvo, bajo muebles y maderas abandonadas, encontraron nada menos que cinco mil partituras, muchas de ellas en fase de total descomposición- Había en aquel fabuloso hallazgo, además de las partituras, libros de cantos, legajos carcomidos, trozos de instrumentos musicales... Todo ello fue clasificado, restaurado y codificado por dos jesuitas norteamericanos los PP. Frank Kennedy y Clement Mc. Naspy, a partir de 1986. Hoy constituyen un documento musical de primera magnitud. Es el ya citado AMCH, en donde figuran partituras magníficas de autores anónimos, que bien pudieron ser jesuitas o incluso chiquitanos. Gracias a ello se pueden interpretar composiciones de Sammartini, Basani, Zipoli, todos ellos músicos misionales y otros muchos, la mayoría, cuyos nombres permanecen en el anonimato. Sin duda, lo mejor de la música del XVIII, tanto europea como colonial.

Todo ello puede resultar sorprendente, de buenas a primeras. Pero cuando se visitan estos pueblos, se observa que el movimiento musical abarca a toda la población. La música forma parte de sus vidas. Conviene recordar que hubo misiones, tras la expulsión jesuítica que siguieron trabajando en la música clásica. Hubo maestros de capilla indígenas. Han quedado para la historia algunos de sus nombres, Pablo Surubis, Ignacio Yaibona, Julián Arayuru, Fulgencio Putares…

     Gracias a los nombres citados y a otros más ha significado finalmente que, en aldeas de tan sólo quinientos habitantes haya una orquesta juvenil. Que si en esos pueblos hay cincuenta niños entre los siete y los dieciocho años, todos, sin excepción, tocan un instrumento de cuerda. Y los que aún no han llegado a esa edad, suspiran por comenzar sus primeras clases y asisten a los conciertos en los que participan amigos y familiares de más edad.      

    En Santiago de Chiquitos asistimos al concierto barroco de la Escuela y Coro de Música Misional. Diecisiete chicos y chicas componían la orquesta de cuerda y veinte voces formaban el coro. Todos ellos bajo la dirección de un norteamericano de Indianapolis, Peter Wigginton (25 años), músico entregado con todo su entusiasmo por hacer música con aquellos jóvenes del pueblo.



  -¿Estos son todos sus alumnos?

     -No, no. Aquí, en San José doy clase a ochenta chicos y chicas. Los que han actuado son los más preparados, los mejores.

     -¿Quién sufraga los gastos?

     -Diversas asociaciones y empresas. Entre ellas, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Departamento de Santa Cruz, etc., etc. El dinero que se recibe se emplea en la compra de instrumentos y sus accesorios, atriles, cuerdas, papel pautado…y también en los sueldos de los profesores. En mi caso, la ayuda que recibo terminará en breve tiempo y tendré que marcharme, algo que no quisiera, si no hay nuevo apoyo económico. 

    Peter Wigginton lo dice con pena. Su vida es la música. Aún más, su vida es la Chiquitania. En su opinión, no hay mejor lugar en el mundo para vivir. Si no sucede un milagro tendrá que abandonar su tarea, al menos allí. ¡La de dinero que se pierde en donaciones innecesarias cuando en el corazón de Bolivia, se puede seguir fomentando una labor cultural de primera magnitud! Son pueblos en donde además de la escolarización obligatoria, los niños y niñas acuden a clase de instrumentos de cuerda, cuatro, seis y hasta ocho horas diarias. Primeramente, descansaban sábados y domingos, pero fueron los propios alumnos los que insistieron en recibir clases incluso en los fines de semana. ¿No es increíble? Los niños chiquitanos no saben lo que es una “Play-Station”, ni ven televisión (que la hay), ni tienen otras pasiones fuera de la música

     De estas clases hablamos también en San José de Chiquitos, con María José Kubber, profesora de ciento ochenta alumnos en la Escuela de Música San José Patriarca, con orquesta y coro. En esta ciudad no viven más de dieciséis mil habitantes. Que allí haya ciento ochenta alumnos y que los niños pequeños estén esperando a cumplir los seis años para comenzar a estudiar solfeo, es tan sorprendente como emocionante. Ni en Europa hay tanta pasión por la música clásica.

     La profesora Kubber nos comentó:

     -Las clases, en todas las misiones, son gratuitas. Los violines pertenecen a la misión, que los cede a cada alumno mientras esté estudiando. Aquí tenemos dos orquestas, la Infantil y la Juvenil. En la primera, la concertino tiene tan sólo doce años. Dentro de poco pasará a la Juvenil que en este momento está formada por dieciséis chicos y chicas.

     -¿Se le hace muy difícil la enseñanza musical?

     -No especialmente. Los alumnos tienen distintas capacidades y cada uno llega hasta donde puede. Pero todos ponen interés. En ese sentido, las clases son gratificantes.

     Escuchamos a ambas orquestas, dirigidas por Javier Wengrowicz, otro músico joven cargado de ilusión. La Infantil interpretó, como es lógico, un programa muy sencillo. La Juvenil nos sorprendió con la “Sonata Chiquitana nº 16”; la Obertura del “Mesías”, de Haendel; el “Concerto Grosso”, de Corelli; el “Ave María Guaraní” de Ennio Morricone, de la película “La Misión”; la suite “San Pablo”, de Holst; una pieza de Debelius… Más no se puede pedir a jóvenes músicos de edades que no llegan a los veinte años. Hubo momentos de auténtica emoción para todos. 

     También pudimos asistir a un concierto del barroco chiquitano, en Santa Ana de Velasco, un pequeño pueblo en donde treinta y ocho niños estudian música. Y el resto, está a la espera de poder acceder a las clases. La Orquesta Santa Ana, bajo la dirección de Eduardo Zacarías Martínez Pereira, interpretó con una calidad sorprendente obras de Bach, Vivaldi, Mozart, Rossini y composiciones del folklore guaraní y chiquitano.

     Obtuvimos unos datos referidos a la enseñanza musical de San Ignacio y Santa Ana. El número de alumnos entre las dos misiones, en 2009, fue de ciento cincuenta y siete, con siete profesores. Ofrecieron trece conciertos locales y dos nacionales. Son cifras que hablan por sí solas.

     Hay que estar en las iglesias, sentados en sus bancos ante el magnificente retablo y con un grupo de jóvenes intérpretes delante, para comprender el milagro que se produce a diario en la Chiquitania, gracias a una música que les llevó fundamentalmente –hubo otros padres jesuitas que también lo hicieron- el famoso y no suficientemente reconocido por todos, el jesuita suizo Martin Schmid.



¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (2)    No(0)

+
0 comentarios