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A costa de Costa

viernes 09 de octubre de 2009, 10:39h
Pido al lector que no equivoque: este artículo no, repito, no, es una defensa de Ricardo Costa, secretario general del Partido Popular Valenciano. Poco, muy poco, me gusta el personaje, ya se ve que aficionado a los lujos más bien excesivos y algo horteras. Mal aconsejado en cuanto a sus amistades, uno de esos tipos que cree que la política está para servirles a ellos, y no ellos a la política. Lo que ocurre es que va a pagar por el reloj propagandístico, por el coche fardón, por los trajes ajustados y el acento algo afectado. Pero no hay causa penal contra él, ni, contra lo que escuché a una tertuliana en cadena de radio de gran audiencia, parece que vaya a “acabar en la cárcel”. No importa: la cabeza de Ricardo Costa huele a pólvora.

La guillotina, usted recordará, no siempre fue un elemento justiciero, sino ejemplarizante para imponer valores emergentes. Ni a los “dioses efímeros de la opinión publicada”, ni a la veleta de la opinión pública, se le ofrecen siempre los sacrificios más acordes con el delito de la víctima propiciatoria. No: los dioses, caprichosos, eligen a la virgen más tímida, al efebo más rubio o al de aspecto más pijo para ir a la pira purificadora. Las deidades, y la política es vestal a la que se adora como a un becerro de oro, son crueles, el Olimpo era, recuérdelo, caprichoso. Y dicen que Yavéh pidió a Abraham que le sacrificase a su propio hijo, aunque, menos mal, lo impidió a última hora.

Así que comprendo que Abraham/Camps, y hasta el propio Rajoy, sientan que algo carcome sus conciencias a la hora de utilizar el hacha para segar la bien esculpida cabeza de Isaac/Costa: seguro que hay otros más culpables, aunque quizá no tan pardillos. Ya sé, ya sé que Esperanza Aguirre les ha dado un ejemplo a todos, apartando sin titubear a los imputados en el pringoso ‘affaire Gürtel’. El problema es que Costa no está imputado, y no me diga usted que el juez valenciano es “más que amigo” de Camps, y por eso no los imputa, porque esa es otra historia en la que habrá que entrar en su momento; el caso, ahora, es que ni Camps, ni Costa, están imputados. Y que aquí han pasado muchas cosas, muchas filtraciones, mucha batalla política, mucha grabación carcelaria.

Lo que ocurre es que, cuando representas los intereses del contribuyente, que te elige y te paga, la estética es tan importante como la ética, y la ética y la estética, juntas, deben pesar mucho más que la ley. Así que puedes no estar imputado, haber pagado tu Infiniti -lo que estamos aprendiendo de marcas automovilísticas y relojeras, Dios mío- de tu bolsillo e incluso no ser más que amigo del alma del Gran Corruptor Correa, o del Vicecorruptor bigotes, sin que hayan metido un solo euro en tu bolsillo, y, sin embargo, tienes que poner el cuello ante el verdugo. Claro, a nadie le gusta ser verdugo de sus compañeros, pero a Rajoy y Camps, para salvar sus propias testas, ya les están poniendo ante el dilema de matar o morir.

Matar o no matar: he ahí el dilema. Ni más, ni menos. No sé si con Costa se parará la sangría que viene: al fin y al cabo, la tormenta presente se ha desatado con ‘apenas’ diecisiete mil folios, y quedan otros treinta y cinco mil por desvelar, así como un juicio que promete hacer palidecer los de Nuremberg. Lo que está claro es que ya no basta con acusar a Rubalcaba y a sus policías de espiar, ni a los jueces de ser ‘rojos’ -ya lo ha hecho, con poco éxito, Berlusconi-, ni a ciertos medios de ser manipuladores (que seguramente, en cierto modo, algunos lo son). No: ahora, a Rajoy y a Camps, a ambos, que tienen -ambos- la autoridad moral de la honestidad, con trajes o sin trajes, les compete salvar sus propias cabezas, que son la del principal partido de la oposición, un tinglado de 700.000 militantes y 10 millones largos de votos. Un tinglado que cumple una función primordial y que no se puede tambalear, aunque en las labores para su consolidación haya de caer alguno cuyo principal delito es apenas un afán de volar demasiado bajo, llevando, quizá sin ser demasiado consciente de ello, de copiloto a un indeseable. Adios, Costa, adios.
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