Si
Franco pretendió, con su carnicería, erradicar por cien años el liberalismo de España, la Transición ideada e impulsada por el propio franquismo quiso, a la muerte de su fundador, erradicar para siempre la Memoria, particularmente la de la II República Española cuyo 79 aniversario se conmemoró ayer y la del genocidio que, por destruirla, perpetraron los rebeldes, a la postre militarmente victoriosos.
La derecha española acomodada cabe el dictador, confortada por aquella Transición que le proporcionó purificación democrática sin necesidad de catarsis ni de transformación alguna, pagó durante algunos años en las urnas el hartazgo de autoritarismo de la sociedad española, pero después, cuando
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retornó a probar el poder político, y además sin un Franco acaparador y omnímodo que la estorbara, pareció creer, sobre todo al conquistar la mayoría absoluta del Congreso en el 2000, que, más que unas elecciones, había ganado la guerra. De entonces acá, el desarrollo de esa derecha que, al contrario que la izquierda, no había tenido que renunciar a nada ni que conceder nada, no ha sido del tipo de refundamiento ideológico y de ahormamiento democrático, sino hacia atrás, hacia los tiempos de su infancia, su adolescencia y su juventud. El resultado es que hoy, reaccionando desabrida y desproporcionadamente a la reivindicación de la verdad histórica que pudiera perjudicarle (pues descree de las sutilezas de lo simbólico), se permite un discurso como el que la activa senadora
María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP, ha expresado en relación al acto de solidaridad con
Garzón que celebraron el martes los sindicatos en la Universidad de Madrid.
Entre tanto, los demócratas españoles, que también los hay en buen número, aunque preteridos de los puestos de dirección, en el PP, asisten perplejos y consternados, aunque ya no impávidos, a la afrenta del procesamiento de un juez que, lisa y llanamente, creyó que su deber era ejercer de tal.
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