Hay volcanes que entran en erupción, por ejemplo, cuando un Tribunal Supremo permite que sea la Falange, una organización fascista de insólito encaje en una democracia, quien siente en el banquillo a un magistrado de la Audiencia Nacional por abrir diligencias sobre el más espantoso caso de genocidio habido en España, pero sobre el que unos señores decidieron en su día expedir un certificado de absoluta impunidad. Dice
Ramón Jáuregui que el pueblo español ya perdonó aquello, pero habría que recordarle, pues como buena persona que es lo mismo ama el perdón que la verdad, que, primero y principal, nadie está facultado para perdonar el daño infringido a otros, que, segundo, ninguno de aquellos criminales pidió perdón, que, tercero, nadie le ha preguntado al pueblo español si perdonó no, y que, cuarto, la Justicia no
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absuelve con el mero expediente del perdón de las víctimas.
Hay volcanes así, cuya palanca en el centro de la tierra (del corazón en éste caso) una mano torpe o malintencionada activa, y la indignación, el hartazgo, la náusea, revientan a causa de ello y salen a la superficie con todo su natural aparato incandescente, y luego hay otros volcanes, los que recuerdan al ser humano sus limitaciones, cuando no su insignificancia, y que, en el caso del que en el Septentrión de los mares se ha puesto a arrojar gigantescas fumarolas al espacio, ha convertido miles de soberbias aeronaves en avioncitos de plástico de esos con los que juegan los niños, que no vuelan sino con la imaginación. Un poco de humo, de polvo en suspensión, ha dado al traste con la navegación aérea de Europa, y salvo por el perjuicio que supone para los pasajeros varados en los aeropuertos, algunos con verdadera necesidad de desplazarse con rapidez a algún sitio, el suceso ofrece algo muy bueno, una lección, bien que ésta, como todas las que nos regala la Naturaleza, tampoco nos habrá de aprovechar.
Hay, en todo caso, volcanes y volcanes, pero, bien pensado, todos nos ofrecen cuando despiertan una lección.
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