El volcán islandés Eyjafjalla, de nombre impronunciable según una reportera de TVE, aunque hay que matizar que es impronunciable para nosotros, pero, claro, de pronunciación probablemente sencilla para los islandeses, llevaba 200 años dormido. La naturaleza es, sobre todo, caprichosa, y este volcán podía muy bien haber seguido dormido otros 200, o incluso 2.000 o 20.000 años, pero no ha sido así. Como dice
Góngora de la gruta siciliana de Polifemo con una metáfora feliz que era un formidable bostezo de la tierra, y a dos pasos del Etna, el volcán que todavía hoy sigue en erupción, el volcán islandés bostezó y ha provocado en Europa el mayor caos aéreo de la historia.
Una nube de ceniza ha asestado un hachazo a las compañías aéreas que llevan ya casi diez años sumando batacazos. Millones de pasajeros se han quedado sin vuelo. Y hasta el Barça ha tenido que recurrir al autobús, el más arcaico medio de transporte, para trasladarse a Milán en un viaje de diez horas largas. El hombre, subido a un avión o pegado a un ordenador, se envalentona y se considera el rey del mambo. Pero esas ínfulas son erróneas. Basta con que un volcán se desperece contra nuestros pronósticos o que un virus informático creado por un pirata desalmado se cuele en nuestros ordenadores para que, una vez más, nuestra infinita fragilidad quede en evidencia. Es tragicómico. Una maldita nube de ceniza está crucificando a cientos de aviones y a miles de viajeros. Ya lo decía el poeta latino
Lucrecio: cuidadito con la naturaleza.
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