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Samaranch, visionario

Samaranch, visionario

miércoles 21 de abril de 2010, 14:52h
En un país acostumbrado a devorar a sus mejores hijos, no tardaremos en leer necrológicas que recordarán el pasado franquista de Samaranch. También habrá quien se pasará con el botafumeiro. Dejemos las cosas en su sitio: ni Samaranch era un santo sin mácula ni tampoco un desaprensivo sin principios.

En el haber habrá que contabilizar su contribución a la popularización del deporte. Llevándolo a las escuelas de toda España en los años 60 con aquel eslógan “Contamos contigo” empezó a quitarle a la gimnasia el calificativo de asignatura maría. Fue hábil en resituarse –era un maestro en estar en el lugar justo en el momento oportuno- y dejó vacío el despacho de la Diputación de Barcelona para facilitar la operación Tarradellas mientras él se situaba de primer embajador de España en Moscú, en vísperas de unos Juegos Olímpicos de 1980 que le catapultarían a la élite olímpica y más tarde a la propia presidencia.

Visionario, convenció al empresariado catalán para que desistiera de pedir una Expo universal en detrimento de unos juegos Olímpicos que entonces aún no eran posibles por cuestiones políticas pero que él sabría encontrar el momento de posibilitarlos y de conducir y tutelar el proceso desde la sombra. Como así fue desde 1981 cuando Narcís Serra lo planteó formalmente ante el Rey.

Samaranch modernizó y revolucionó los Juegos. Quizás desvirtuó las nobles intenciones del Barón de Coubertin, pero al dar entrada a deportistas profesionales los hizo más atractivos para el público, de modo que la entrada de patrocinadores y unos derechos de televisión multimillonarios llevaron también a Lausanne la sombra de la corrupción.
Supo afrontar un juicio político ante el Senado norteamericano. El viejo político sabía que algún parlamentario podía recordarle su pasado franquista y su camisa azul. Samaranch iba preparado: llevaba en el bolsillo de la americana una foto del abrazo de Eisenhower y Franco en diciembre de 1959 en Madrid. Por si acaso convenía refrescarles la memoria, pero no hizo falta porque no fueron impertinentes.

Es posible que ahora le lluevan homenajes póstumos, calles y plazas con su nombre y estatuas con su efigie. En vida, los políticos fueron muy cicateros con él. A pesar de lo mucho que le debían. El estadio olímpico de Montjuïc, sin ir más lejos, nunca debió de bautizarse como Estadi Lluís Companys por mucho que allí se debiera celebrar la Olimpiada Popular de 1936. Debió llamarse Estadi Juan Antonio Samaranch, pero, claro, para el equipo municipal imperante en Barcelona desde 1979 -socialistas y ex comunistas- Samaranch era un apestado, un franquista acomodaticio que no se merecía el laurel olímpico. Aunque de él fuera el mérito principal de traer los Juegos del 92 a Barcelona.

A ver cuántos de estos estarán hoy y mañana en el duelo funerario.
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