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Adiós, Samaranch

Adiós, Samaranch

jueves 22 de abril de 2010, 08:02h
Cuando Juan Antonio Samaranch llegó a la presidencia del Comité Olímpico Internacional, la institución era un laberinto de presiones políticas, de vetos, de boicots, de tensiones y, además, de falta de recursos económicos. Y cuando Samaranch, tras varios mandatos sucesivos, pasó a ser presidente de honor, el Olimpismo vive un momento de esplendor.

¿Cómo era, pues, este “español universal “  (en su caso no es un tópico esta expresión) que ayer nos dijo adiós, a los 89 años y tras una vida fecundísima? Era una persona obsesionada con buscar puntos de encuentro, capaz de dar la vuelta al mundo para convencer a un jefe de Estado sobre las excelencias del deporte para la juventud, y siempre dispuesto, sin renunciar a sus ideas ni imponerlas, a escuchar a los demás.

Juan Antonio Samaranch, marqués de Samaranch, tenía un gran cariño a “Protagonistas”, del mismo modo que nosotros  -y en ese “nosotros” incluyo a los ciudadanos que compartan ese sentimiento-  también le teníamos a él mucho aprecio y mucho respeto. A nuestros estudios acudió en numerosas ocasiones, y también a fiestas como las del botillo y otras reuniones y entregas de premios en que él nos condecoraba con su amistad.

Jamás olvidaremos aquella mañana de Lausanne, desde donde emitimos una edición especial de “Protagonistas”, a diez metros de la sala en la que los “cardenales” del Olimpismo decidían la sede de los próximos Juegos. No lo olvidamos porque Juan Antonio Samaranch, como presidente del cónclave, se dirigió al mundo entero con cuatro palabras mágicas: “LA VILLE DE BARSELONA”.

Sólo por esa proeza, por haber logrado un sueño que muchos calificaban de imposible, Juan Antonio Samaranch merece estar en el cuadro de honor de los mejores españoles. Pero lo está también por otros muchos merecimientos. Listo, hábil, inteligente  (en qué escasas ocasiones se dan estas tres cualidades en una misma persona), era, además, un español que veía las hierbas crecer, con la vivacidad de su mirada y con la autoridad de una baja estatura que contenía a un luchador ágil y tenaz.

Samaranch puso, además, su sabiduría y prestigio al servicio de España, como venía haciendo con la candidatura olímpica de Madrid, o siguiendo los grandes acontecimientos deportivos en el que pudiese sonar el himno nacional.

Y ahora, en el adiós, al rendir las últimas cuentas, Juan Antonio Samaranch puede decir, con toda legitimidad, que dejó este mundo mejor de cómo se lo encontró. Y eso  solo lo pueden decir, sin faltar a la verdad, un puñado de elegidos.


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