Digámoslo pronto: en España, los funcionarios tienen mala fama y peor prensa. Y más en estos tiempos en los que tenemos más de cuatro millones y medio de parados. Tener un empleo -fijo- para toda la vida es visto por parte el resto de la ciudadanía como una bicoca. En este registro hunde sus raíces el resentimiento de fondo que planea sobre la insensibilidad con la que ha sido observada la huelga de funcionarios por quienes no lo son. El fracaso relativo de la convocatoria tiene que ver con ese hecho y con otros prejuicios que albardan pesadamente la consideración que tiene la gente acerca de la labor de los funcionarios. Aunque de manera injusta, todavía está muy arraigada la idea del "vuelva usted mañana".
Digo que es injusta porque hay funcionarios y funcionarios. Funcionarios son los médicos y técnicos del Sistema Público de Salud, los maestros, los policías,
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los militares, los meteorólogos... y, sobre ellos, no hay posibilidad de aplicar el cliché legado por
Larra. Pero, es cierto que en determinados segmentos de la arborescente Administración -cuatro estratos: Estado, autonomías, diputaciones, ayuntamientos- todavía hay quien mira por encima de las gafas al ciudadano que acude a resolver un trámite que parece diseñado simplemente para justificar la existencia del propio funcionario.
El sentimiento del grueso de los ciudadanos hacia los funcionarios es una mezcla de inquina y envidia. Envidian el puesto de trabajo seguro -son pocos los que rechazarían un empleo en la Administración-, pero la mayoría cree que viven a costa de los demás, que no dan un palo al agua y que, encima, se quejan porque les han recortado cuatro perras del sueldo. Por estas y otras razones es por lo que tengo para mí que la huelga no ha contado con apoyo entre los ciudadanos. Ahí reside su primer fracaso.
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