Una presencia incómoda

Cuando Colombia firmó en octubre de 2009 el acuerdo para la instalación de siete bases estadounidenses en su territorio, Álvaro Uribe y Jaime Bermúdez, su canciller, no calcularon bien el costo político de sus acciones, o las minimizaron. El precio, sin lugar a dudas, ha sido el fallo de la Corte Constitucional que declaró inadecuado el entendimiento entre Bogotá y Washington y le dio el plazo de un año al gobierno del presidente Juan Manuel Santos para que lo corrija y tramite ante el Congreso, pues sin su aval “no puede surtir efectos en el ordenamiento interno…”.

Es posible que el exitismo previo a la campaña electoral que llevó al palacio de Nariño al flamante mandatario y la confianza depositada en la mayoría legislativa hayan  rebasado las expectativas de Uribe, que se  excedió en sus funciones al “haber dado el visto bueno al aumento de la presencia militar estadounidense en el territorio nacional”, según el texto del más alto organismo del país vecino.



Hay que anotar que, en su momento, cuando EE.UU. consideró a esta como la mejor alternativa para reemplazar las operaciones de la base de Manta, en Ecuador, los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil y Argentina rechazaron el acuerdo.  Pero, además, hicieron un llamado para que se respete la autodeterminación de los pueblos y  la inviolabilidad de las soberanías. El ejemplo que sustenta el reclamo fue el ataque del Ejército colombiano a una base de las FARC en  territorio ecuatoriano, el 1 de marzo de 2008, que derivó en una delicada crisis diplomática.



No olvidemos  que el volumen de las operaciones contra el terrorismo y el narcotráfico implican la activación de equipos de inteligencia cuyos principales instrumentos son los aviones Awac, capaces de evadir la acción de los radares mientras sobrevuelan países del Caribe y la región andina. La soberanía de Colombia no está en entredicho, lo que se busca es que el nuevo Gobierno conceda a sus vecinos garantías en tiempo real.