La Tiranía de los Esclarecidos

Noam Chomsky abre su libro “Piratas y Emperadores” con una historia contada por San Agustín. Al parecer, en una ocasión, llevaron ante Alejandro Magno a un pirata apresado por sus soldados. Alejandro le preguntó: “¿Cómo osas molestar al mar?”, a lo que el pirata respondió: “¿Cómo osas tu molestar al mundo entero? Yo tengo un pequeño barco, por eso me llaman ladrón. Tú tienes toda una flota, por eso te llaman emperador”.

Este diálogo, si bien meramente literario, nos hace preguntarnos acerca de la dimensión de la legitimidad y el impacto que en ella tienen las cantidades. El pirata tenía un solo barco y contaba con el apoyo único de su tripulación. Alejandro poseía un ejército ante el cual estaba legitimado. Tras el emperador se encontraba una masa social ligada por una idea de comunidad que le dotaba, a aquél, de una fuerza moral legitimadora y que le impulsaba a través de la historia del mismo modo que el viento empujaba su flota sobre las olas. La diferencia entre el pirata y el emperador estaba, evidentemente, en el poder de cada uno de ellos, pero también en que el primero sólo se servía a sí mismo, mientras que el segundo, además de servirse a sí mismo, pretendía procurar el bien a su comunidad política.

El mundo ha cambiado desde Alejandro Magno, pero aún existen piratas sanguinarios. El último abordaje al gobierno español, cuyo grado de legitimación es, sin discusión,  incomparablemente mayor que el de un emperador del mundo antiguo como Alejandro, ha sido el de la banda terrorista ETA, que ha dado por finalizado su ilusorio alto el fuego; y digo ilusorio porque pese a lo que afirma el comunicado terrorista, a saber, que ETA ofreció “la suspensión permanente de actividades armadas”, lo cierto es que hay dos personas, Diego Estacio y Carlos Alonso, las víctimas de los atentados de diciembre de 2006 en la T4, que desmienten con sus muertes este extremo. Los piratas de ETA, al igual que el de Alejandro, sólo buscan su propio beneficio. Según un Euskobarómetro de noviembre de 2006, el 68 % de la población de Euskadi no quiere la independencia, mientras que el 85 % de los vascos cree que el recurso a la violencia no es necesario para defender sus opiniones políticas. ETA se ha convertido en una organización criminal que se arroga la representación de un pueblo que la repudia, se ha ido transformando paulatinamente en una cáscara vacía de contenido político que se perpetúa en el robo y en la extorsión como modo de supervivencia económica, en una banda mentirosa, anclada en la confrontación y nutrida sólo por el odio y  la inercia de realidades pasadas. ETA es una tiranía de los esclarecidos, de una elite de autoproclamados redentores de la patria que comprenden únicamente la dicotomía del convencer o destruir, del amigo o enemigo, un dualismo schmittiano que por definición conduce al pensamiento único y al fascismo que ellos creen ver en el pueblo español y en aquellos tantos vascos que no piensan como ellos.

Dicho esto, el futuro es incierto. Ante los ataques a nuestro modo de vida y nuestros valores, que vendrán, debemos mantenernos firmes. Nuestras convicciones son nuestras, y por tanto debemos defenderlas mediante los instrumentos normativos de los que disponemos. Hemos demostrado que podemos dialogar, que podemos ser flexibles. La única responsabilidad de que el proceso de paz haya muerto es de los terroristas, no nuestra. Creer lo contrario sería un error. Era nuestra responsabilidad moral, como sigue siéndolo, tratar de llegar a la paz mediante todos los mecanismos legales a nuestro alcance. Renunciar al diálogo de forma indefinida sería una nueva demostración de maximalismo estéril, pero por el momento, parece que esta vía se ha bloqueado unilateralmente desde la contraparte. Hasta que las circunstancias sean, de nuevo, propicias para la solución dialéctica, sólo nos queda defender nuestros valores sin ira, resentimiento u odio. Al fin y al cabo, nuestra mano sigue tendida.