Una larga, intensa, cálida y vergonzante meada
lunes 27 de junio de 2011, 08:59h
El mismo día que el movimiento 15M revivía en toda España para protestar contra la crisis (19 J) , asistí en vivo y en directo a un hecho, por lo demás harto cotidiano, a juzgar por los efectos que -estoy seguro de ello- Vd. puede comprobar día a día si reside en cualquier rincón del estado español, como desde hace algunos años han dado en llamar a la vieja España, algunos de los que parecen querer acabar con ella como estado.
El hecho al que me refiero ocurría en Madrid en los alrededores del popular Rastro. Allí, a las 12 del medio día, de un domingo cualquiera, como digo, y justo al lado de un quiosco de periódicos que flanquea el acceso principal a la plaza de Cascorro, un joven de apariencia absolutamente normal (quiero decir que, ni por asomo, era asimilable a los últimamente famosos perroflautas) se aliviaba con una sonora, prolongada, contundente y retadora meada que, no sé si a los demás viandantes, pero a mí me puso de muy mala leche.
Este no es un hecho desafortunadamente extraordinario en la España de nuestros días porque uno puede encontrarse en decenas y decenas de concurridos -céntricos y menos céntricos- lugares de cualquier ciudad que desprenden un olor inequívoco de haberse convertido en improvisados, libres, asquerosos e insalubres urinarios públicos. Vamos, en una especie de letrinas, excusados, mingitorios o retretes sin ningún tipo de control.
Hábitos
En un momento en el que, según se dice, los españoles tenemos el mayor nivel cultural que jamás habían conocido generaciones anteriores, en el que el agua corriente, los servicios públicos y la higiene están al alcance de la práctica totalidad de los ciudadanos, nunca -al menos desde el Siglo de Oro español en que, al decir de los clásicos, era difícil evitar las consecuencias del grito “¡agua va!”- nunca antes, digo, hemos dado muestra de ser todo lo contrario de lo que decimos. A saber: sucios, cochinos, puercos, nauseabundos, marranos, hediondos, fétidos, pestilentes, repulsivos… y otros cien adjetivos más que podrían definirnos con verdadera exactitud.
Las autoridades municipales no parecen querer poner coto, en forma de multas contundentes, a tan desafortunada costumbre que está ya instalada entre buena parte de la población para desgracia de la restante que quiero pensar que somos la inmensa y callada mayoría que sufre las consecuencias.
Nada tienen que ver estas meadas con aquella otra del genial y prolífico Álvaro de Laiglesia, escritor humorístico de la segunda mitad del siglo pasado, que fue director durante más de 30 años de La Codorniz (sí, la revista más audaz para el lector más inteligente, como rezaba su subtítulo), que se atrevió a titular así una de sus más hilarantes novelas: “Una larga y cálida meada”. Más valdría que leyesen al humorista, por un lado, nuestros irrespetuosos y cochinos conciudadanos y ,por otro, los recién elegidos alcaldes de toda España para intentar acabar de una vez por todas con tan insanas, deleznables e infames modas, como esta de orinar donde, cuando y como les place a algunos.