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Elogio interesado de los autos de choque

lunes 06 de agosto de 2007, 10:14h
Lea 'El Contraverano' de Paco Vilariño.



El rebullir de treinta mil lemures malgaches, empeñados en elegir a su jefe supremo, es sólo un leve y bien modulado susurro al lado del guirigay fiestero. Lo mismo sucede con las protestas de los alaridos de protesta de los socialistas navarros tras el ucase de Ferraz. Un murmullito de nada en comparación con la tromba de decibelios atronadores. Pongamos que seguimos hablando de Escairón (1.200 habitantes, capital del Concello de O Saviñao, partido judicial de Monforte de Lemos, provincia de Lugo, Galicia, of course). Tercera jornada de las cuatro que dura su Fiesta Mayor. ¿Los bares y terrazas? Muy bien, gracias. ¿Y la gente? Machacada por el trasnoche (las orquestas se empeñan en tocar –es un decir—hasta las cuatro de la madrugada).Amanecidas de zombies. Mediodías de UCIS, sección recuperables para transplantes. Atardecidas de resurgir de vampiros de sus ataúdes diurnos. Noches de marcha destroyer sin distinción de edades, sexos y status socioeconómicos.


Hubo paella colectiva del grupo más disidente del municipio. Lo cierto es que estaba buenísima. Mixta, naturalmente. Con su pollo, sus guisantitos y cantidad de bichos marinos. Aquí Maite se esforzó cosa mala. O sea, que de diez y de chuparse los dedos. El resto es casi Historia. Las tardes se matan en las terrazas de los bares, alternándolas con incursiones a las barracas de la feria (siempre hay hijos, nietos y sobrinos, más adherencias de hijos, nietos y sobrinos de amigos y conocidos que obligan al dispendio y a la ruda prueba). Más hete aquí que, si el adulto tiene menos complejos que José María Aznar ante una botella de vino de Ribera de Duero, se puede dar suelta al incívico gamberro que todos llevamos dentro. El cronista habla de los autos de choque. El placer prohibido de su primera madurez, a costa de las reconvenciones maternas y conyugales. “¡No lo harás!”, te decían frunciendo el ceño. Y acababas doblando la cerviz y pasando por el aro de la prohibición.

“Pues anda que no”, contesta uno ahora, poniendo cara de Andy y Lucas, especialmente pensando en su ex, a la que supone felizmente casada. Y se deja una fortuna en fichas. Y se sube a los autos de choque con cara de Mad Max u otro energúmeno del volante. “¡¡Pista que va el artista!!” Y se lanza uno a quemar adrenalina como un poseso. En la banda, con cara de circunstancias, amistades de ambos sexos, todas adultas, a punto de irse al juzgado más próximo para incapacitarte legalmente alegando tu condición de “non compos mentis”. Claro que, para compensar, variopinta muestra de chiquillería que, con ojos de envidia, jalean las evoluciones del conductor lúdico y sus aviesas intenciones de violar todas y cada una de las normas del vigente Código de la Circulación. “¡Que se fastidie –con jota—Pere Navarro, el director general de Tráfico!”.

Meterse en los autos de choque es casi una catarsis. Una catarsis automovilística. La liberación total y absoluta. La carta blanca, la saturnal de conductor reprimido. Adelantas por la izquierda. Frenas sin avisar ante el coche contrario. Embistes justamente por el centro al coche pilotado por ese repelente adolescente, todo granos y excesos hormonales, que te da la vara sonora el resto del año. Haces giros a lo kamikaze autopistero. Y todo, además, por lo legal.

En los autos de choque uno puede ser un cafre, ir borracho hasta las patas, que ni te para la Guardia Civil, ni te hacen soplar, ni te piden la documentación y no te restan puntos del carné de conducir. No hay retenciones de más de cinco segundos. No hay colas. No hay caravanas. Te cuesta una pasta, eso sí, pero sale mucho más barato que los peajes de las autopistas.

Cuando el cronista gamberro lleva siete viajecitos haciéndolo, el menos reprimido de sus amigos varones, sin importarle la venenosa mirada de su cónyuge, se lanza a la taquilla, a comprarse un puñado de fichas y se sube a un coche... Al viaje siguiente, son otros seis respetados y respetables padres de familia los que siguen el ejemplo. Sus esposas respectivas hacen pandilla y se largan a una terraza, abandonando a sus proles respectivas que campan a sus anchas camino de los caballitos, el tiro al blanco, los puestos de chuches, la noria, el martillo, la cama elástica y las hamburguesas. Y no necesariamente por este orden.

Aunque parezca extraño, los servicios de emergencia y las ambulancias no tienen que intervenir. La raza es dura. Es la selección natural de las especies, la constatación de las teorías de Darwin. Son años sobreviviendo a la Fiesta Mayor propia, la del pueblo, y a las ajenas, las del resto de pueblos de la comarca.

Una copa rápida con la pandilla de conductores rebeldes y el cronista sale huyendo. Conoce de sobras los reproches femeninos –una tradición anual-- a los que se verá sometido por el mal ejemplo dado a esos respetables padres de familia. Es una cuestión de supervivencia. De supervivencia y de tener que echarse una generosa ración de linimento en la rabadilla. Porque los autos de choque no tienen precisamente una suspensión cómoda. Vamos, ni cómoda ni incómoda. Como que no la tienen.

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