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De los jueces, la democracia y el PP

De los jueces, la democracia y el PP

jueves 03 de septiembre de 2009, 19:36h
El debatido auto del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJCV), de principios del pasado mes de julio, constituyó un auténtico terremoto político y jurídico. Si bien es verdad que ya ha pasado el fragor de la batalla en los medios de comunicación respecto al citado auto, nunca es tarde para extraer algunas conclusiones sobre el funcionamiento de nuestro sistema político y judicial y sobre la percepción que los ciudadanos tienen sobre ambos.

    Comencemos por decir que el archivo de unas diligencias que indagaban sobre la posible comisión del delito de cohecho impropio por el presidente Camps y varios colaboradores resultó algo insólito. Y no es para menos. Entre otras cosas porque estábamos en una etapa de esclarecimiento sin entrar, todavía, en el fondo de la cuestión. En estas circunstancias, las consecuencias políticas de la decisión adoptada, su influencia en el ánimo general de los ciudadanos en lo relativo a la batalla contra la corrupción, la posible connivencia o apoyo de algunos jueces a un partido político abandonando su compromiso con la justicia, y su trascendencia sobre el prestigio de nuestra democracia, resultan evidentes. Una especie de “neoberlusconismo” puede estar llamando a nuestras puertas.

    Lo más grave de la decisión de TSJCV tiene que ver con el prestigio de la democracia, de nuestra democracia. Y ésta es una cuestión de vital importancia.  Porque un sistema democrático se apoya de forma determinante en la “auctoritas”, esto es, en la legitimidad alcanzada por el funcionamiento correcto del sistema de garantías y del exacto cumplimiento de las previsiones legales. La democracia alcanza su máxima potencia cívica y política  si dispone de un prestigio incontestable entre los ciudadanos. Dicho de otra manera. Si los ciudadanos disponen de la convicción de que la democracia les pertenece y de que los partidos políticos respetan a la democracia.

    La “potestas”, es decir, la aplicación de las disposiciones y mecanismos de coerción del Estado democrático, son aceptados por la sociedad en la medida en que el Estado ha ganado la “auctoritas” necesaria. Y esa legitimidad imprescindible se conquista día a día, garantizando, entre otros, el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley y el recto funcionamiento de los Tribunales de Justicia. Si eso falla, el sistema político se hunde. En las dictaduras, en los sistemas no democráticos, la referida “auctoritas” desaparece por innecesaria frente al ejercicio sin control de la “potestas”, es decir, el poder no legítimo e incontrolable. Todo ello nos lleva a considerar la especial trascendencia de la función judicial en una democracia. Si los tres poderes tradicionales, legislativo, ejecutivo y judicial, tienen que ajustarse con pulcritud al principio constitucional de legalidad, la responsabilidad del último citado resulta determinante.

     El poder judicial, su función, ha sido y es una de las fuentes principales de producción de legitimidad del sistema político democrático. Si los ciudadanos perciben que el amiguismo político de cualquier color o los intereses particulares mediatizan o condicionan las decisiones de los jueces, ¿qué clase de democracia tenemos entre las manos? ¿Es esto por lo que habíamos luchado? ¿Con qué determinación exigimos a esos ciudadanos el acatamiento y el respeto de las decisiones judiciales? ¿Por qué tenemos que confiar –piensan muchos- en unos políticos que exigen a los demás un comportamiento cívico que ellos conculcan mientras se enriquecen? ¿Cómo responder ante el desvanecimiento de la confianza y desmoralización colectiva de los ciudadanos si los jueces adoptan decisiones no acompañadas por el interés general? ¿Vale todo? Si unos cometen cohecho impropio, se hacen dueños de lo que no les pertenece o prevarican desde su cargo público sin que los jueces corrijan la conducta, ¿por qué no puedo hacer, o intentar hacer yo lo mismo? Si los problemas jurídicos de los políticos se pueden “resolver” al disponer de influencias entre determinados magistrados, ¿por qué no puedo hacer, o intentar hacer yo lo mismo?

Las preguntas anteriores se las hacen muchas personas lo que implica un grave relativismo y deterioro de los principios constitucionales que nos obligan a todos. Y ello es muy grave. Por ello, los políticos a los que les guste más el dinero que la responsabilidad pública deben abandonar de inmediato su cargo. El auto del TSJCV ha sido entendido por un amplio sector de la opinión pública como una “explicación” o “justificación” de que recibir regalos inapropiados constituye una corruptela de “baja intensidad” y que es aceptable. Además, el contexto lo permite. Las antológicas declaraciones de Rita Barberá, alcaldesa de Valencia, comparando la corrupción organizada de la “trama Gürtel” con el regalo de unas anchoas a Zapatero, además de merecer un lugar en los manuales de la Ciencia Política de última generación, constituyen un disparo en la nuca de la credibilidad de nuestro sistema político. Es un insulto a la inteligencia de los españoles. Todo muy lamentable.

    Por lo demás, el comportamiento del magistrado Juan Luis de la Rúa, presidente del TSJCV, es inaceptable es términos jurídicos, éticos y democráticos. El reconocimiento público de su amistad con el presidente Camps hubiera aconsejado, como establece la ley, que, “motu proprio”, se hubiera inhibido de la decisión que nos ocupa. No solo no fue así, sino que su voto resultó decisivo para el archivo de las diligencias. En consecuencia, la sospecha y el aroma interesado que despide el auto resultan elocuentes e intensos. Y, pásmense, con todo esto, el PP se irrita porque la Fiscalía anticorrupción anunció la presentación de un recurso ante el Tribunal Supremo contra la decisión del magistrado de la Rúa.

    Pero el PP, en el fondo, está feliz. Al menos, de momento, hasta conocer la decisión final del Tribunal Supremo. Nuestra derecha, en la mejor tradición aznarista, ha desencadenado una auténtica revolución política para forzar la situación institucional, presentarse como víctimas de la maldad socialista, y, de paso, mantener movilizado a su electorado tras el triunfo en las elecciones al Parlamento Europeo. Aznar lideró la oposición a Felipe González afirmando, en privado, que no era posible desalojar al PSOE del poder acudiendo sólo a mecanismos convencionales. Era preciso provocar lo que  Luis María Anson reconoció como un ambiente de “golpe de Estado” para lograr la salida de González. Anson lo sabe con certeza porque aceptó su participación en una conspiración apoyada en los graves errores cometidos por los últimos gobiernos del ex presidente González.

    Ahora, como en 1996, el intento de Rajoy consiste en evitar que la Legislatura culmine y que la posible recuperación económica le permita a Zapatero ganar las próximas elecciones de 2012. Y se afanan en ello. De ahí la actitud de la CEOE en el diálogo social. Si para conseguirlo es preciso utilizar la gripe A, las dificultades de la crisis económica y el paro, la manipulación de las instituciones del poder judicial o la lucha contra ETA, se hará. Pretenden aturdir a los ciudadanos, entontecernos a todos para confundamos la realidad con sus deseos. Con un poco de suerte y si Zapatero comete mas errores, quizás, piensan, podemos llegar a La Moncloa antes de lo previsto. Bienvenidos de las vacaciones.

Enrique Curiel.
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid.
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