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¿Prohibición en Cataluña?

El debate taurino empezó hace 500 años con reyes, papas, obispos y teólogos

El debate taurino empezó hace 500 años con reyes, papas, obispos y teólogos

miércoles 28 de julio de 2010, 11:01h
La espeluznante cogida del torero Julio Aparicio pone de nuevo sobre el tapete el debate sobre la permanencia o desaparición de la llamada “fiesta nacional”. Ni Cataluña ni Madrid han sido los inventores del debate taurino que lleva a un ultimátum el tema de si “toros sí o toros no”. Ni el Parlament catalá para impulsar la supresión de las corridas de toros, ni Esperanza Aguirre para declararlas poco menos que un Bien Cultural de la Humanidad. El debate arrancó hace ya 500 años, en pleno siglo XVI, enarbolado por reyes, papas, duques, obispos y teólogos. ¡Eran los únicos que podían tener voz propia!
Era una época en la que no existían ni la democracia ni los partidos políticos. Los reyes y los papas detentaban el poder absoluto, y en un grado menor, el clero y la aristocracia. El pueblo, simplemente, se limitaba a disfrutar o a sufrir: a disfrutar de los festejos impuestos por sus reyes y señores feudales, y por sus jerarquías religiosas, o a sufrir sus tiranías, inquisiciones y castigos. Las corridas de toros no escaparon a esta regla universal, de la que sería muy oportuno resucitar testimonios sorprendentes.

El debate toros sí o toros no tiene tantos siglos como la propia fiesta, en España llamada “nacional”. Las causas de tal debate eran varias, aunque hoy día hayan quedado reducidas a una de ellas: la “humanitaria” a la vista del sufrimiento de los morlacos. Otras eran, según señalaba en un extenso y espléndido trabajo (Estudios taurinos, nº 0, Sevilla 1993) el documentado crítico taurino y diputado popular hispalense Juan Manuel Albendea Pabón, de orden económico. Pero las más truculentas provenían, como casi siempre en todo, del clero, en sus perpetuas motivaciones morales de las cosas. Es en este punto donde, según Albendea, la polémica sobre las corridas de toros haya sido más fuerte y persistente, aunque ahora parezca –quizá por intereses espúreos de unos o de otros- que resida en causas más políticas que morales.  Y es que siempre ha habido, a la vez, apologistas y detractores de la “fiesta”.

Excomuniones a mansalva

Los datos recopilados por Albendea hace casi 20 años adquieren una apasionante actualidad y no tienen desperdicio. Los siglos XV y XVI ya conocieron esta polémica. En aquellos tiempos, por causas casi exclusivamente morales. El 1 de noviembre de 1567 el papa Pío V promulga una Bula (De Salute Gregis –Sobre la Salvación de la Grey), donde, entre otras perlas, y no sin antes aludir a la condena de los duelos por el Concilio de Trento, y al peligro de muerte de muchas “almas” (no de los animales irracionales) en los festejos taurinos, decía: “Considerando Nos, despacio, lo muy opuesto de tales exhibiciones a la piedad y caridad cristianas, y deseando que estos espectáculos, tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres, queden abolidos en los pueblos cristianos, prohibimos bajo pena de excomunión –ipso facto- a todos sus príncipes, cualquiera que fuera su dignidad, eclesiástica o laical, imperial o regia, que permitan estas fiestas de toros”.

La prohibición de Pío V llegó a tal extremo que ordenaba que “si alguno muriera en el coso, quedara sin sepultura eclesiástica”. En aquella Bula el papa prohibía igualmente a “todos” los clérigos, bajo pena de excomunión, presenciar este “espectáculo”. Pero como muchas de aquellas corridas se celebraban con motivo de las fiestas de los santos, el papa anuló todas las obligaciones y votos de “correr toros” hechas en honor de los santos patronos del lugar.

Curiosamente –apunta Albendea en su magnífico estudio- aquella Bula (Urbi et Orbi)  no iba dirigida a España, y revela que los toros se corrían también en muchos otros países. En Portugal, por ejemplo, donde reinaba don Sebastián, considerado, según el legendario taurólogo José María de Cossío, “la más importante figura taurina de su siglo entre los reyes y aún de los siguientes”. El Rey “pasó” de la Bula de Pío V al extremo de que no se publicó en su país hasta seis años después, por el obispo de Évora. Y eso que en Lisboa se celebraban multitud de corridas. Con cualquier motivo, fuera la boda de príncipes o infantas o por festividades exclusivamente religiosas. Los festejos eran carísimos, por lo que el duque de Braganza, ya 20 años antes de la Bula de Pío V, llegó a señalar: “Es vergonzoso el gasto que se hace con los toros, sin provecho ninguno para la ciudad, que es fronteriza, y que son precisas seis piezas de artillería para su defensa”. Probablemente desde entonces fue mitigada la “crueldad” de la fiesta… ¡cortando los cuernos a las reses!

La tradición de las corridas en Francia la acredita Cossío en base a documentos del siglo XVI y XVII, que apuntan que se celebraban en las fiestas patronales: por ejemplo, desde 1510, en las fiestas de San Juan, en la localidad de Saint-Sévère; en Arles, donde acudían el rey Carlos IX y la reina madre Catalina de Médicis (como en las de España el Rey Juan Carlos y su madre). En Francia tampoco se publicó la Bula del papa, pero los obispos y curas sí se hicieron eco de ella, y a principios del siglo XVII iniciaron una “cruzada” contra las corridas de toros.

En Italia fueron los Borja quienes introdujeron la lidia…y dos de sus más grandes aficionados fueron los papas Alejandro VI y Julio II. ¿Cómo extrañarse de que hasta en la mismísima plaza de San Pedro se celebrase una corrida, nada menos que un lunes de Carnaval de 1519? Lo cuenta Ludovico Pastor en su Historia de los Papas. ¡La presidió…el papa León X! Pero no murieron sólo los toros: murieron también tres de los “toreros”…cuyos trajes fueron costeados por el propio papa. Cardenal hubo (monseñor Petrucchi) que llegó a pagar 4.000 ducados por tener uno. Los festejos taurinos eran numerosos…pero no a la manera española, sino, como revela Albendea en su divertida investigación, despeñando a los toros por el Testaccio mientras eran esperados en la ladera por jinetes armados de lanzas que los despedazaban mientras huían espantados. Naturalmente, cuando en 1567 se promulgó la Bula de Pío V, la cosa fue distinta. No se puede desobedecer al Papa…en su propia casa. Era tal la crueldad con la que se llevaban a cabo los festejos taurinos, que pronto se generalizó su prohibición.



“En México…para gloria y honra de Dios”


Fueron los españoles quienes llevaron las corridas de toros a México, donde se celebraban también “para honrar a los santos”, según constata Cossío. Ya en 1529 el Cabildo de la ciudad publicaba una orden según la cual todos los años, para honrar a san Hipólito, deberían ser corridos siete toros, de los cuales se matarían dos para darlos “por amor de Dios” a monasterios y hospitales. Pero había obispos mexicanos que no estaban de acuerdo: en 1554 el arzobispo Montuja escribió al Consejo de Indias quejándose del uso del “suelo bendito” para tales fiestas: “Nos quieren quitar un pedazo para correr toros; y parece cosa indecente estando ya bendito profanarlo”… Claro que las razones de este arzobispo no iban movidas por su amor a los animales, sino porque “muchas veces los toros matan indios como bestias”. Las contradicciones episcopales eran tan evidentes como significativas: el III Concilio de México debatió las prohibiciones del Papa….al mismo tiempo que se celebraban las corridas. Prelado hubo, como el arzobispo virrey de México, fray García Guerra, que ordenó corridas todos los viernes del año…pues en viernes había recibido su nombramiento. La mística sor Inés de la Cruz le fustigó por ello no poco. Otros obispos daban una primera vuelta a la plaza, repartiendo dulces a los toreros.

En 1570 (tres años después de la Bula de Pío V), fray Antonio de Ciudad Real estaba tan enamorado de “los toros” que, después de una descripción apasionada de esta fiesta, concluía: “Todo lo cual se refiere para gloria y honra de Dios, que tal ánimo, fuerza y destreza da a sus criaturas”.  Pero aún fue más allá el provincial franciscano de Castilla, fray Antonio de Córdoba, una especie de “valido” de Felipe II, que intentó publicar –en latín-  un libro titulado “Sobre cuestiones difíciles”,  en el que afirmaba cómo “en la agitación (¿) de los toros no hay pecado alguno”. El papa dio orden al nuncio de amonestarle y que impidiera la salida del libro, para lo que fray Antonio necesitaba el “placet”. Pero los partidarios eclesiásticos de los toros aumentaban y un cardenal le advirtió al Papa que “es que sus argumentos se basan en que ningún santo dice que eso sea pecado, y que si lo fuese no lo habrían permitido tantos Sumos Pontífices”…



Los curas rebeldes de la Salamanca de Fray Luis

En España -España es diferente- la Bula ni se publicó. Felipe II no era, al parecer, muy aficionado a los toros, al contrario que su padre Carlos V, que llegó a alancear en Valladolid a uno. Pero cuando las Cortes de la capital del Reino (Valladolid), le pidieron en 1555 que proveyera su prohibición, el Rey Prudente respondió que “en cuanto del correr de los dichos toros, esto es una antigua y muy general costumbre en estos nuestros reinos, y para quitarla será menester más mirar en ello, y así por ahora no conviene se haga nada”.  No se paró ahí Felipe II. Dieciocho años después de que se publicara la Bula de Pío V amenazando con la excomunión a todos los reyes, obispos, clérigos y fieles que estuvieran bajo su tiara, si no abolían este espectáculo, consiguió que su sucesor en la silla de Pedro, Gregorio XIII, expidiera otra Bula (la Exponi nobis) en la que anulaba las penas y castigos de la Salute Gregis. Sólo se mantuvo la prohibición de asistir a los clérigos y que se celebrasen en las fiestas patronales o litúrgicas.

Muchos curas de la época volvieron a rebelarse, y especialmente en una Universidad, la de Salamanca, cosa que enfadó mucho al sucesor del papa Gregorio XIII, Sixto V: los curas de Salamanca no sólo seguían asistiendo a las corridas…¡sino que eran sus principales promotores! Y además los cátedros salmantinos enseñaban a sus alumnos que era lícito a los clérigos asistir a las corridas. Así que en 1586 Sixto V decidió promulgar una Constitución Apostólica, (la Nuper siquidem), dirigida al obispo de Salamanca, Jerónimo Manrique, facultándole para impedir aquellas enseñanzas y prohibir a sus curas asistir a las corridas, “castigando a los inobedientes de cualquier clase y condición con censuras eclesiásticas y con multas pecuniarias, acudiendo si preciso fuera al brazo secular”.  El escándalo que esta orden papal provocó en Salamanca fue morrocotudo, y Universidad, clero y aristócratas de la ciudad buscaron la forma de hacer caso omiso a tales prohibiciones, amenazas y condenas y hasta pretendieron un “recurso de alzada” ante el Rey contra el obispo y el papa, cosa que encargaron a alguien con tanto prestigio en la Universidad salmantina como… ¡fray Luis de León!, y que éste acabó aceptando, al parecer, según apunta el estudio de Albendea, porque consideraba amenazada “la autonomía universitaria” de la época. No se sabe si el recurso llegó a Roma o se lo guardó para sí el rey Felipe II. Pero el debate duró mucho tiempo.

Parte de las discusiones en los ambientes teológicos y universitarios salmantinos se centraban en la pregunta de si las amenazas de excomunión y de pecado mortal señaladas por el Papa se referían a la práctica del toreo o a la asistencia a este espectáculo, o a las dos cosas. Porque si se atenían a lo escrito por fray Francisco de Alcocer en su Tratado del Juego (1559), las corridas constituían un ejercicio “de gentiles más que de cristianos, inhumano y diabólico, que se debe desterrar de las repúblicas cristianas”. Por su parte el padre Mariana se preguntaba quién podría persuadirse de que por un simple pecado venial el papa se pusiera a escribir una Bula con tan severas palabras. Y añadía –avergonzándose de sus colegas teólogos defensores de las corridas- que este espectáculo era “ilícito, feo y cruel”. El jesuita Pedro Hurtado de Mendoza sostenía  en 1631 que los mejores toros eran los que mataban a más gente, de modo que “estas diversiones parecen más castigo de tiranos que cristianos entretenimientos”.  



Las corridas son malas…sólo si muere el torero

Pero los teólogos salmanticenses no daban su brazo a torcer: según ellos, para que las corridas fueran intrínsecamente malas “sería preciso que casi siempre murieran los que torean, y eso está tan lejos de suceder, que es raro que muera alguno, pues se manda retirar a todos los niños, viejos y cojos, y sólo se permite que intervengan los verdaderamente peritos”.  Otros defensores de la época basaban sus argumentos en que este espectáculo lo escogió la nación para que los caballeros se adiestraran en el manejo de las armas. Y algunos, como el padre Mendo, en su defensa taurina, rayaban el surrealismo: para él, un espectáculo “ilícito” consentido en toda España, con “tan católicos reyes” y con gobernantes “de tan timorata conciencia”, no se concebiría que fuera permitido “sin que reclame ninguno de tan santos y sabios varones”. Otro jesuita, el vasco Julián Pereda, escribiría en 1945, en un libro sobre la Iglesia y los toros: “¡Es categoría la de los toros, pues trae a mal traer y con tantos quebraderos de cabeza a 4 Sumos Pontífices, al Monarca más grande de su tiempo, a la Universidad de mayor prestigio en el mundo de la ciencia, a cardenales, arzobispos, nuncios y santos y sabios de primera línea! ¿Si se hubiera tratado de la guerra contra el turco hubiera habido mayores apremios y más solícitos cuidados?”

Martín de Azpilicueta
, al que Albendea califica como “el primer apologista de las corridas de toros”, escribió en 1587 varios trabajos sobre la “agitación taurina”, en los que reconocía que vio corridas de niño, que se confesó, que volvió más tarde a otras donde murieron dos o tres hombres, y que juró no volver. Pero no lo tenía claro: “Hace 30 años hubiera dicho sin duda que ver corridas de toros era pecado mortal, pues así me lo habían enseñado mis maestros franceses; pero ahora no me atrevo a decir que sea pecado ninguno, si se hace con la debida cautela”.  Los teólogos salmantinos reaccionaron a tal escrito burlándose de Azpilicueta y de los franceses de esta guisa: “¿Qué otra cosa podrían decirle esos preceptores franceses? Si los franceses se metieran a toreros, claro que para ellos sería pecado mortal. Pero ¿cómo vamos a comparar a los franceses con los españoles? Los franceses no entienden nada del toreo, los españoles nacen toreando. Los franceses a la primera embestida saltan por los aires, los españoles, si tienen un poco de cuidado, se ríen del toro más marrajo…Es por tanto la corrida de toros evidente peligro de muerte para los franceses, los italianos y los extranjeros, pero de ninguna manera para los españoles, que desde la infancia aprenden a torearlos, esquivarlos y burlar sus golpes. Y como los extranjeros no caen en la cuenta de esto, por eso hablan contra nuestra antiquísima costumbre y la tachan de inmoral”.

Un ilustre tratadista español, el Conde de las Navas, publicó en 1900 el libro El espectáculo nacional, donde se hacía una pregunta que deja en mantillas a todas las anteriores: “¿Simpatizará la Iglesia con la fiesta nacional porque ésta lleva aparejado el sacrificio cruento de animales, oferta tan propia en otros días de la mayor parte de las religiones positivas?”  Ante tales argumentos, no es extraño que fueran los clérigos y obispos los que más azuzaron a favor de la “fiesta”, a pesar de los altibajos papales a favor o en contra. El argumento del “arraigo en nuestro pueblo español” ha sido siempre muy socorrido por los curas, y en este caso hasta por los teólogos de la muy legendaria Universidad de Salamanca. Los jesuitas del Real Colegio salmantino, con motivo de las fiestas de la canonización de San Estanislao y San Luís Gonzaga (jesuitas ambos), hicieron caso de una petición de sus colegas teólogos navarros para celebrar una corrida, para lo cual compraron “12 bravísimos toros cuatreños” que fueron “condenados a muerte”. El razonamiento era conmovedor: “…por ser punto de honor en la plaza de Salamanca no admitir inferior número de fieras, ni consentir que alguna de ellas pise su arena sin castigar con sentencia de muerte su soberbia y orgullo”.



El balcón del obispo y las reliquias contra las calenturas


Numerosísimas conmemoraciones religiosas se animaban en España desde los siglos XVI y XVII con corridas de toros. Unas las costeaban los obispos, otras los duques, otras los reyes. Fuera porque se trasladaba el Santísimo Sacramento de una iglesia a otra (en Lerma), o por las fiestas patronales de san Rafael (en Córdoba), o porque se inauguraba una capilla (en la catedral de Toledo), o con el pretexto de la canonización de santa Teresa (en Ávila), cuando, por cierto, 200 toros pasaron a mejor vida a lo largo de 30 corridas en las localidades donde hubiera un convento fundado por la insigne y extasiada doctora.

No es extraño que uno de los más fuertes detractores, José Vargas Ponce, escribiera: “¡Los 1800 toros que cada año está averiguado se destrozaban impíamente en la Península, se destrozaban invocando a sus mártires y celestes patronos!”…. Esta “increíble profanación y desacato” llegaba, según Vargas, hasta correrlos en los templos, como sucedió en la catedral de Palencia, ante el altar mayor. ¿Y qué se hacía con la carne de los toros? ¿La llevaban o vendían en los mataderos? Pues no. Se guardaban como reliquias y como remedios “contra las calenturas y los nublados”.  En muchísimas localidades se construyeron balcones especiales para el obispo, el cabildo y el clero, aunque supieran que la mayoría de los moralistas condenaban la “fiesta”. Los moralistas padres Hurtado y Villalobos llegaron a decir que estos obispos “pecaban mortalmente” al ser su dignidad eclesiástica más alta.

A veces los límites se rebasan hasta niveles surrealistas. Uno de los mayores fustigadores de la fiesta fue santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, que llegó a preguntarse:“¿Hay brutalidad mayor que provocar a una fiera para que despedace al hombre?” Y tras calificar este espectáculo de “duro y cruelísimo” denunciaba “en nombre de Jesucristo, a todos cuantos obráis y consentís o no prohibís las corridas”, y a todos ellos les conminaba de esta manera: “no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios”.  El día que Villanueva fue canonizado, tal evento se celebró en Valencia, Zaragoza y otras ciudades… ¡con una corrida!

La última intervención papal conocida sobre la fiesta taurina data de finales del siglo XVII. El papa Inocencio XI envió un Breve en julio de 1680 al cardenal Portocarrero, a través del nuncio en España, recordándole las anteriores prohibiciones. Portocarrero mandó entonces un mensaje al rey Carlos II donde le decía “cuánto sería del agrado de Dios el prohibir las fiestas de toros…para evitar los grandes peligros de los que asisten a ellas”. ¡Lo único que parecía preocupar era el peligro de los toreros y asistentes, y no el sufrimiento de los toros! En este caso el Papa ya no prohibía la fiesta, sino que se limitaba a pedir auxilio al poder civil. Sólo más tarde, y a través del Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 por el papa Benedicto XV (el predecesor nominal del actual papa Ratzinger), en el canon 140 se prohíbe a los clérigos acudir a este espectáculo porque “desdice de su condición y puede producir escándalo”. El Código Canónico actual…ya no se preocupa de los toros, salvo que el canon 285 se interprete como una “indirecta”: “Absténganse los clérigos por completo de todo aquello que desdiga de su estado”… ¡Pero ya sabemos el caso que muchos clérigos han hecho de este y otros cánones! Y eso es ya… otra historia. (R.P.)



El Rey se moja                                                               

El Rey Don Juan Carlos mostró el pasado 25 de marzo, en pleno debate sobre las corridas de toros, especialmente vivo en Cataluña, su apoyo a la llamada Fiesta Nacional, durante la entrega de los Premios Universitarios y Trofeos Taurinos de 2009 otorgados por la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, afirmando a los periodistas presentes tras el acto y que le preguntaron si su presencia podría interpretarse como una opción a favor de las corridas de toros, que "por supuesto". En su intervención durante la entrega de los citados premios el Rey felicitó a los toreros triunfantes en la pasada Feria de Abril y distinguidos con los Trofeos Taurinos 2009 por "la esencia del buen lance" del que, indicó, "nace un mundo cultural y artístico”.  Como muestra de este compromiso, Don Juan Carlos destacó la remodelación de la "maravillosa" Plaza de Toros de la Maestranza que, minutos antes, acababa de inaugurar tras las obras de modernización de Sol Alto y Sombra Alta.

¿Quién es Juan Manuel Albendea?                                  

El autor del documentado estudio en que se ha basado este reportaje es uno de los diputados de edad más provecta, 73 años, en el Parlamento español. Juan Manuel Albendea Pabón (Cabra, 1937). Licenciado en Derecho, es también uno de los más conspicuos conocedores de la fiesta taurina. Presidió en su día la mesa de edad del Congreso, acompañado por las dos diputadas más jóvenes, ambas de 26 años, ambas del PSOE, una de Murcia, otra de Baleares. Ha estado en las dos legislaturas de Aznar y en las dos de Zapatero.   Ha pertenecido al Comité Ejecutivo Regional del PP de Andalucía. Ha presidido el Consejo Social de la Universidad de Sevilla. Ha sido Vocal del Consejo de Administración de la RTVA representando a su partido. Ha ocupado numerosos puestos en el Parlamento, en las Comisiones de Justicia, Economía y Hacienda, Cultura. Unión Europea. Vocal de la Comisión de Administraciones Públicas, entre otras varias responsabilidades parlamentarias. Entre otras muchas tareas parlamentarias, ha ejercido el control del Tribunal de Cuentas, también en representación de su partido, tema en el que se le ha reconocido un gran tacto político. Cordobés de nacimiento y bilbaíno de formación bancaria, Albendea está casado y tiene siete hijos. Dirigíó una emisión taurina en la SER durante la  Feria de Sevilla, en la que participaban varios profesores de la Universidad. Su condición de crítico taurino comenzó en El Correo de Andalucía, pasando  después por El Pais, el ABC y El Mundo, firmando sus crónicas con el seudónimo de Gonzalo Argote.

Los toros y Madrid
                                                                
La Asociación protectora de los animales 'El Refugio' presentó la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) por la prohibición de toros en la Asamblea de Madrid el pasado 11 de febrero, tres semanas antes del anuncio de la Comunidad de Madrid de declarar tauromaquia como Bien de Interés Cultural (BIC). Así lo anunció el pasado 26 de marzo el presidente de El Refugio, Nacho Paunero, durante la presentación de la campaña de inicio de firmas denominada 'dosorejas.org' que tuvo lugar en la plaza de toros de Las Ventas. Paunero explicó que el Gobierno tiene conocimiento de la ILP desde el pasado 12 de enero, cuando se presentó una primera iniciativa a la Asamblea de Madrid, que no fue aceptada "por defecto de forma” El espectáculo taurino se monta "con ánimo de lucro", con una subvención de más de 550 millones de euros, y en el que al año son "torturadas y ejecutadas públicamente" más de 13.500 reses, según la información de El Refugio.

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