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Una de memoria histórica

Una de memoria histórica

domingo 16 de septiembre de 2007, 15:20h
Casi medio millar de independentistas catalanes, muy pocos con pasamontañas, exhibieron pancartas, cortaron calles,  apedrearon a la policía y quemaron retratos de los Reyes en Gerona, en protesta por la presencia de Don Juan Carlos para inaugurar un parque científico y tecnológico. La “memoria histórica” puesta en marcha por Rodríguez Zapatero inspiraba a los manifestantes. Para ellos, Don Juan Carlos ya no es el Rey que torció el brazo a los herederos de la dictadura, favoreció y amparó la transición democrática, firmó y se sometió a la Constitución de 1978 y se enfrentó sin titubeos a los militares golpistas. Los independentistas acusan al Rey de ser ilegítimo y de haber sido puesto en el trono por el dictador.

Ya no es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas que el 23-F sosegó por teléfono a un alarmado Jordi Pujol: “Tranquilo, Jordi, tranquilo”. Ya no es el Jefe de Estado que amparó y completó la gran ilusión colectiva de la reconciliación nacional y el cambio democrático. Así han llegado a estar las cosas. No sólo en Catalunya, tierra de seny, cultura, actividad empresarial y progreso. No están mejor por Euskadi, con ETA más fuerte e influyente que nunca. Con Ibarretxe enrocado en la decisión separatista de alzar un Estado vasco independiente y aplicado para ello a desmontar, con la ayuda de Eguíbar, la mayoría interna moderada del PNV. Para Ibarretxe, ETA no es el vecino ideal, pero es soportable porque, al fin y al cabo, comparten objetivos y sobre todo, enemigos.

El adversario es Imaz. Creo que fue por el otoño de 2004 cuando un grupo numeroso de periodistas nos reunimos en almuerzo con Josu Jon Imaz, poco conocido todavía fuera de Euskadi. Pronto vimos que era un político con ideas propias, siempre dentro de una estricta fidelidad a su partido, el PNV. Tenía un discurso elaborado, nada superficial, complejo como el problema vasco y era con toda evidencia la antítesis de un radical. En ideas económicas, es un hombre moderno y sereno. En lo político, estaba abierto a todas las alianzas con fuerzas democráticas.

En un momento dado nos sorprendió: “El día que el PNV pueda ir del brazo con el PP en mi tierra, será una señal de que se ha alcanzado la normalidad”. Por supuesto que Imaz se entiende mejor con el PSOE –no con la organización vasca del partido, naturalmente– que con el PP, pero como buen moderado sabe que el espacio de alianzas, en política, es coyuntural y nunca cerrado, porque se basa en reciprocidades.

No pude resistirme a preguntarle si sería posible un acuerdo histórico de cohesión y convivencia por el que el Estado español reconociera la existencia plena de la nación vasca, Euskadi, y al mismo tiempo, el Parlamento vasco proclamara la voluntad de Euskadi de permanecer en el Estado español. Sus ojos de hombre sincero y honrado me miraron sosegadamente antes de responder: “Entiendo por donde vas –era, por supuesto, la tesis del Estado plurinacional, de la libre cohesión, frente al viejo centralismo como frente al soberanismo separatista– pero yo, eso, todavía no puedo proponerlo allí arriba”. Bien se ve que no podía. Ha sido suficiente con que se haya enfrentado al terrorismo de ETA, con que haya pedido política sin terroristas, para que los talibanes del PNV, los Eguíbar, Ibarretxe, etc., saltaran a su yugular.

Tirada la toalla por Imaz, muchos vascos, particularmente los empresarios y profesionales vascos, quieren creer que no todo está perdido, que Iñigo Urkullu se hará con la presidencia del PNV incluso si Eguíbar no retira su candidatura, y que se despejará el camino para que Imaz vuelva a la política como candidato a lehendakari, en sustitución del radical Ibarretxe. No será verdad tanta belleza, pero también es cierto que, a pesar de los Eguíbar, Ibarretxe, etc., en la sociedad vasca crece la aversión a ETA. Los vascos nacionalistas, gente seria, preparada, laboriosa y de altura, lo que menos quieren es el Estado terrorista pretendido por ETA. 

Pero las líneas de revisión de la memoria histórica no son cosa solamente de nacionalistas. Ahora, muchos alcaldes socialistas se aplican a esconder la bandera de España, es decir, la bandera constitucional del Estado, curiosamente cuando Rodríguez Zapatero está feliz con su descubrimiento de que el gobierno del Estado se llama “Gobierno de España”, pero se conoce que no tanto como para obligar a cumplir la Ley y la reciente sentencia del Tribunal Supremo que obligan a ondear la bandera de España, y por tanto del “Gobierno de España”, en los edificios de las Administraciones públicas.

El embajador de un importante país amigo me confiesa su perplejidad: “Algo raro sucede en un país en el que autoridades significativas de las Administraciones públicas niegan la bandera nacional”. Le regalo una segunda edición, la de 1922, hace la friolera de 85 años, de España Invertebrada, y me permito llamarle la atención sobre varias de sus esplendorosas páginas. Afirmaba ya entonces el maestro Ortega que “los grupos que integran un Estado viven juntos para algo (…) no conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo”. Le indico el breve y luminoso capítulo sobre ¿por qué hay separatismo? y la reflexión sobre la miopía de que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas: “Lo político es el escaparate (…) cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal (…) En España (…) el daño no está tanto en la política como en la sociedad misma”.

Dice Pérez Rubalcaba que, en España, el problema de las banderas no es de fácil solución. ¿Por qué? ¡Ah, eso no lo explica! ¿Tan difícil es, para el Gobierno, hacer cumplir la ley a sus propios dirigentes autonómicos o locales? Tenía razón Ortega, hace 85 años, en el diagnóstico de que “el daño está en el corazón y en la cabeza” de los españoles. Y eso que estamos sólo en la primera fase de la recuperación de la “memoria histórica” que, en la ensoñación de Rodríguez Zapatero, debe enterrar el recuerdo y los frutos –entre ellos, cabe suponer, la Monarquía– de aquella reconciliación nacional que fue el eje mismo de la transición y la palanca para la España constitucional y el más largo período democrático de nuestra difícil y compleja historia.
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