Cinco películas, cinco, llevan en el estómago los amantes del último gran héroe de la literatura infantil, Harry Potter. Y no es habitual que una saga se extienda tanto en la gran pantalla sin caer en la más profunda miseria conceptual, pero quizá el ramalazo británico de la historia haya impedido el accidente. Quién sabe. El personaje, aún con tirón, crece y afronta con irregular acierto obstáculos que muchos se saben ya de memoria, pero que no le impiden conquistar taquilla de una manera más que decente.
Es quizá ‘La Orden del Fénix’ una de las mejores de la ristra. Por su capacidad para enganchar al respetable y, de paso, por su atención desmedida hacia el antagonista -¿de verdad es Fiennes?-, algo que el guión, que es prácticamente un calco del volumen correspondiente, sabe llevar por el camino de la eficacia. El arranque es, como siempre, un problema por su estatismo, pero superado el trámite inicial no resulta difícil seguir el devenir de los acontecimientos, en este caso aderezados por una espontánea.
La retorcida profesora Dolores Umbridge, encarnada con gran fruición por Imelda Staunton y sacada como poco de los tiempos del ‘florido pensil’, eclipsa por momentos a los tres chavales-estrella, Radcliffe, Watson y Grint -y, de hecho, a todos-. Estos dos últimos, por cierto, algo planos a diferencia del mago Potter, que supera al fin su condición de arrastrado para tomar la iniciativa, tanto interpretativa como de acción. Y bien arropado además por secundarios nada desdeñables y ciertamente entrañables.
La incorporación de leves toques de humor y de parodia casi sádica más allá de los trucos visuales de siempre, hace serpentear, y nunca mejor dicho, a un argumento que cada vez se sumerge más en el lado oscuro de la fuerza. Y menos mal que Yates no se ha recreado en la parte sentimentaloide del asunto, algo que hubiera estado fuera de tono y que, por desgracia, habremos de sufrir en posteriores entregas. En cualquier caso, y siendo un film poco adulto, se deja ver bien sin tener que pedir disculpas.
Porque amistad, amor y moraleja se cuelan igualmente por la puerta principal sin que el espectador nada pueda hacer, así que es mejor dedicarse a otras consideraciones menos profundas. Hablamos de los efectos especiales, parte, cómo no, fundamental de “Harry Potter…”. Lástima que los episodios de vuelo se reduzcan a unos pocos minutos y que las sesiones de Oclumancia no obtengan el trato merecido, pero sendas virguerías ceden el paso esta vez a todo tipo de criaturas: dementores, thestrals, gigantes, patronus, etc.
Aunque la batalla final, como en toda imaginativa creación que se precie, es de lo mejor de la producción. Larga, puntillista y variada. Sólo comparable en retentiva post-sesión de cine a las enormes caras del incontestable Alan Rickman, que se deja ver poco y mal. A cambio, Oldman, Thompson, Smith o, incluso, la rara de Bonham Carter. Y ya que nos ponemos así, no estaría de más elucubrar y preguntarse, por ejemplo, qué sería del joven Potter en manos de un Tim Burton cualquiera. La idea es gratis.
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