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2 .- Las misiones

2 .- Las misiones

miércoles 06 de octubre de 2010, 20:00h
De 1692 a 1767 los jesuitas fundaron diez reducciones en la Chiquitania. Ya hemos indicado que la primera fue San Javier. A partir de ella surgieron San Rafael (1696), San José (1698), San Juan Bautista (1699), La Concepción (1709), San Miguel (1721), San Ignacio (1748), Santiago (1754), Santa Ana (1755) y Santo Corazón de Jesús (1760). Desde 1990, las misiones forman parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad. No todos los habitantes de las reducciones eran de la misma etnia y lengua chiquita. Los habían que hablaban quibiquica, batasica, tapiquia, cucurate… hasta un total de treinta y ocho lenguas.
Por si fuera poco, el idioma chiquito, que hoy se sigue hablando, tenía dos lenguajes distintos: el de hombres y el de mujeres. Aquellos jesuitas hicieron todo lo posible, ¡y lo consiguieron! por entender a los nativos y por ser entendidos en los mismos idiomas y dialectos de la amplísima región. Incluso supieron hablar las dos clases de chiquitano para no herir susceptibilidades. Porque en el lenguaje masculino “mi padre” sería “naqui yy”, y en el femenino, “yxup”. Otro ejemplo que muestra lo enrevesado del chiquitano y lo difícil que tuvo que resultar su aprendizaje para aquellos hombres utópicos: “Ellos van a cazar”, en lenguaje masculino sería “ciromat aquibama”, y en femenino, “omenot apaquibara”. Si uno de aquellos jesuitas dijera “omenot apaquibara”, en vez de “ciromat aquibama”, los chiquitanos podrían sentirse ofendidos. Así de complicado se les presentaba el dominio de la lengua nativa. Bärbel Freyer es, posiblemente, la autora que mejor ha estudiado y escrito la vida en los pueblos de las tierras bajas de Bolivia en el siglo XVIII. Su libro “Los Chiquitanos” es de lectura obligada para los interesados en el tema y una de las fuentes de documentación de este trabajo que no hubiera sido posible, sin la presencia real, además, en aquel hermoso territorio del oriente boliviano.

Al P. José de Arce le sucedieron otros hermanos en religión, no sólo españoles, sino de diversas naciones europeas, como Alemania, Suiza, Italia, Flandes y Bohemia. Uno de ellos destacó por encima del resto, como luego se verá, el suizo Martin Schmid. Eran jesuitas a quienes la corona española les daba el visado para poder trasladarse al Nuevo Mundo, con cuentagotas. En los sucesivos reinados de Carlos II, Felipe V, Fernando VI y Carlos III se desconfiaba muy mucho de los frailes y sacerdotes que no fueran españoles. Eran naturales de otros países europeos y por tanto, potenciales enemigos de la Corona. Ello significaba que, en este caso, los jesuitas extranjeros tuvieran que esperar la autorización de viaje residiendo largas temporadas (a veces hasta dos años), cerca de los puertos de embarque, en Sevilla, en Cádiz o en El Puerto de Santa María.
 
    Al desembarcar en Buenos Aires, tras su choque emocional con el Nuevo Mundo, comenzaban su andadura camino de las misiones. Muchos se detenían en Córdoba, en donde la Compañía tenía casa profesa, para terminar sus estudios eclesiásticos, previos a la ordenación sacerdotal, y acceder después, a sus destinos misionales. Hubo alguno que no llegó a tierra de misión y murió en Córdoba cuando se preparaba para ello, como el italiano Domenico Zipoli que era, además, compositor de música barroca, con cierto renombre en Europa. Lo dejó todo. Entró en la Compañía de Jesús y pidió ser destinado a América. Falleció en la lejana Córdoba sin poder desarrollar su vocación en las misiones.
 
    Obvio es decir que la vida de aquellos jesuitas era especialmente dura. Y aislada. Lejos estaban las misiones entre sí; fundamentalmente por la inexistencia de caminos. Para ir de un lado a otro tenían que seguir abriéndose camino a machetazos contra la vegetación de los bosques secos y, más al norte, de los tropicales. Santiago de Chiquitos, por ejemplo, está entre la Amazonía y el Chaco. En la temporada de lluvias, que coincide con nuestro otoño, el terreno se inunda y, entonces, los caminos eran prácticamente infranqueables. Para situar al lector conviene recordar que parte de los ríos chiquitanos pertenecen a la cuenca del Amazonas, mientras que otra parte lo hace en la del Río de la Plata.

Hoy, en 2010, siguen sin conocer el asfalto en casi todas las carreteras. Hay una  como Dios manda desde Santa Cruz, la capital departamental, a San Javier y Concepción, y de la misma Santa Cruz, a San José de Chiquitos, aunque en este caso, pésimamente pavimentada (está en pleno proceso de mejora). Tanto, que es preferible el desplazamiento entre una y otra por vía férrea, en trenes que avanzan a muy baja velocidad y con sólo un ferro-bus que trata de parecerse a los trenes europeos. Lo hace de noche, tres días a la semana. Curiosamente, entre San José de Chiquitos y Puerto Suárez, en el pantanal boliviano, frontera con Brasil (280 kms.), sí hay una carretera perfecta. Es Puerto Suárez un puerto fluvial. De allí parten embarcaciones que a través de la laguna Cáceres y un canal, llegan al río Paraguay que desemboca en el Paraná y finalmente en el Río de la Plata, más de dos mil kilómetros aguas abajo.




     Parte de esa carretera que llega a Puerto Suárez sirve para acercarse a Santiago de Chiquitos, aunque los últimos 25 kms. han de recorrerse por una pista de tierra rojiza. Y de tierra es también el camino que ha de llevar al viajero hasta San Rafael, Santa Ana de Velasco, San Miguel de Velasco y San Ignacio de Velasco. Estos recorridos hay que tomárselos con tiempo y paciencia. De San José a San Ignacio la distancia es de doscientos kilómetros; es decir, casi cinco horas de viaje, sin contar con la eventualidad de algún pinchazo en las ruedas, algo que sucede muy a menudo. En un mundo en crisis global, el mejor negocio en aquellos lugares es el de los talleres de reparación de ruedas, neumáticos y ballestas.
 
Al parecer en cada misión vivían entre mil y cuatro mil personas. Al frente de todos ellos, un par de misioneros en el mejor de los casos, porque misiones hubo en los que sólo un jesuita atendía a toda la comunidad. Según fuentes investigadas se da por bastante aproximada la cifra total de 37.000 personas instaladas en las reducciones; de ellas, un sesenta por ciento, bautizadas. Porque los jesuitas ni siquiera exigían el bautismo. Llegaban a una zona, hablaban de sus proyectos a los indígenas que habían encontrado, les comunicaban la idea de un único Dios, grande, protector. Les hacían ver que con su ayuda, todos ellos podrían vivir mucho mejor, tanto en este mundo como  tras la muerte, en el Paraíso. Pero eran conscientes de que para predicar el Evangelio, primero había que resolver los más básicos problemas de subsistencia de aquella gente. Eso sí, a cambio tendrían que aceptar la fe cristiana. Los jesuitas tuvieron a su favor que grupos indígenas, como los piñoca y los penoqui, aceptaron de forma espontánea la protección de aquellos. Cuando los jesuitas trataban de llegar a otras zonas, lo hacían, como siempre de dos en dos, pero acompañados por nativos ya cristianizados, lo cual les facilitaba la labor, porque no sólo les hacían de guías sino también de intérpretes.

     Sus principales interlocutores, en cada zona, eran los caciques, los jefes de tribu, quienes estaban dispuestos a aceptar las propuestas de los misioneros salvo lo concerniente a la conversión obligatoria. Y los jesuitas aceptaron, aunque en las reducciones confiaron mucho más en los que habían abrazado la religión católica. Pero no hubo persecución al infiel, no hubo Autos de Fe; en definitiva, no hubo Inquisición. Todo lo contrario. Hubo amor por el prójimo. Y sin embargo, no hay constancia de hubiera novicios indígenas.




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