Algo
habremos hecho mal los periodistas, en conjunto, para ocupar el penúltimo lugar
en el aprecio ciudadano, solamente por delante de los jueces. Cuando hace
apenas cuatro años ocupábamos los primeros puestos en los escalafones de la
valoración popular. Pienso que se va haciendo urgente una reflexión del
colectivo, más allá del victimismo que en ocasiones exhibimos de manera
injustificada; porque el mundo cambia, todos cambian y nosotros, muchos de
nosotros, seguramente nos hemos quedado estancados en torno a viejos clichés.
Puede que los periodistas españoles -insisto: hablo en general, y que me
perdonen cuantos se sientan una excepción-seamos los únicos que no hayamos
hecho nuestra transición al futuro, y mira que, teóricamente, nos encontramos
en el barco puntero de la revolución tecnológica e ideológica.
Pero
es inútil fustigarse: mejor sería debatir desde nuestras propias instancias
corporativas cómo abrirnos más a la sociedad, ser más participativos, cómo
escuchar más la voz de la calle. Y cómo ser más independientes y honestos en lo
que decimos y hasta, allá donde quepa, en lo que hacemos. O sea, lo mismo que
pedimos a los políticos, a los empresarios o a los sindicalistas. También me
parece inútil enfadarse porque el ministro de Hacienda, este
Cristóbal Montoro
lanzado contra actores, contra sus colegas los políticos y contra tantos otros,
incluya a medios de comunicación y tertulianos entre quienes no cumplen
religiosamente con sus deberes fiscales, y así lo proclame 'urbi et orbe'.
Al
margen de que Montoro esté o no legitimado para lanzar la sombra de la sospecha
contra colectivos enteros -
yo le voy a enviar mi declaración de Hacienda,
a ver en qué es incorrecta-, o para violar el secreto de la amnistía fiscal,
como hizo en el 'caso
Bárcenas', me parece que meditación también merece la
cosa; ser periodista, especialmente en la modalidad de tertuliano o de estrella
televisiva, no es algo que goce ahora del aprecio generalizado. Tal vez debamos
revisar anticuados e incumplidos códigos deontológicos, acaso hayamos de
retomar el concepto de esta profesión nuestra maravillosa como un sacerdocio,
al servicio de la comunidad, y no de intereses más o menos sectoriales.
"Escribe para todos; no solamente para quienes te conocen o para aquellos cuyo
aprecio te interese", me dijo una vez uno de mis viejos maestros en este
oficio. He procurado no olvidarlo en estos últimos cuarenta años, aunque sin
duda alguna vez he incumplido el consejo. Lo lamento.
Proclama, en fin, el viejo dicho aquello de que "no
le digas a mi madre que soy periodista; ella piensa que soy pianista en un
burdel". Por favor, tampoco se lo digas a Montoro. Ni, lo que es peor, a los
encuestadores del Centro de Investigaciones Sociológicas, de cuyas manos
salimos tan mal parados. Tal vez haya que concluir que, dejando aparte algunas
pasadas del señor ministro de Hacienda y las denuncias -injustificadas,
inoportunas, inconvenientes-- del PP contra algún medio, algo de culpa también
tendremos nosotros de este desprestigio social en el que estamos cayendo. Y si
políticos, legisladores, jueces y periodistas son merecedores del general
reproche, ¿qué queda de la grandeza de los planteamientos democráticos de la
división de poderes
Montesquieu, cuando todos ellos están unidos en el mismo
baile de los malditos?
>>
El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>