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El comunismo que nunca existió

El comunismo que nunca existió

miércoles 18 de noviembre de 2009, 10:15h
Nadie como los berlineses padeció la arbitrariedad de un sistema político que nunca obtuvo los resultados prometidos.

Entonces yo cargaba aún dentro de mi equipaje ideológico la fascinación por una bandera fácil de abrazar porque prometía la igualdad y proclamaba la solidaridad como motor para llegar a un colectivo de profesionales de la vida, honestos y sólidos en sus conocimientos; una sociedad sin miserables sin culpa y sin ricos sin compasión.

En esas estaba. Creía que todo aquello era posible y que era posible adobado con alegría porque no de otra manera se podía concebir el resultado de lograr igualdad con solidaridad con honestidad. Esa suma debía conducir a la felicidad, me decía, y el comunismo que había detrás del muro era ese paraíso poblado de seres superiores que habían derrotado el individualismo brutal y en los corazones les había florecido el verdadero amor al prójimo; tu bienestar es mi bienestar, camarada.

En esas estaba en aquel invierno de hace mucho, disfrutando sin arrepentimientos de la luminosidad del occidente de Berlín; de sus hoteles de almohadas volátiles como nubes y de avenidas anchas y largas. En sus bares se cumplían todas las noches los rituales de danza y carcajadas de una juventud al punto alevosa y más allá de su centro de almacenes inalcanzables, más allá de ese bullicio, estaban las universidades y los parques y ese museo de obras de Rembrandt van Rijn que nos paralizó de emoción por esa luz de los segundos y los terceros planos que ni siquiera lograban las fotografías.

Berlín occidental era un vértigo y un colorido y quienes íbamos de excursionistas con los ojos muy abiertos podíamos montarnos en un tren para atravesar la barrera que dividía el mundo. Un tren que crujía al hacer un recorrido de media hora quizás, salido desde una estación trepidante en occidente, te depositaba en la boca del lobo del oriente en donde todo era mudo y yerto. Un cambio de temperatura, de ánimo, que era no como haber atravesado un muro sino un túnel; el túnel del tiempo que te condujo de regreso al pasado.

Berlín oriental era melancólico. No había allí la felicidad imaginada ni la alegría que prometía como resultado de aquel proceso de la solidaridad y la igualdad. Berlín oriental era habitada por personas mustias que miraban al piso, que se movían con esfuerzo para pasar desapercibidas, que vestían colores de luto y calzaban unos zapatos bruscos que tallaban de mirarlos. Había, desde luego, una similitud con la arquitectura de su vecina ciudad occidental; apenas obvia, digo, porque el tiempo que fueron separados de tajo y con púas y que en total fueron veintiocho años, no alcanzaron a borrar los parentescos entre estos hermanos que padecieron como ningunos otros la farsa de un sistema político basado en la represión y en la esperanza.

En toda la historia que duró el comunismo nadie la sufrió tanto como los berlineses. Me atrevo a ponerlos más abajo del infierno que les tocó a los de más adentro de la cortina de hierro. Búlgaros, rumanos, lituanos, rusos debieron convivir con los demonios durante todos aquellos años en los que nada de ellos supimos. Ni nos imaginamos. Ni se diga los camboyanos, sometidos al exterminio. No digo de los cubanos porque su revolución frustrada y decepcionante ha tenido al menos un espíritu y un viento y una música que les ha puesto a salvo del suicidio. Y porque a pesar de su decrepitud La Habana es una ciudad sabrosa al menos para los que vamos de paso y hay en sus calles una cadencia que el aire transporta. Pero es que en aquella Berlín oriental de la que hablo el único movimiento sobresaliente era el de soldadesca de hierro que vestía de gris disuasivo y que caminaba enérgica por aquellas soledades.

Los berlineses, estaba diciendo, padecieron como ningunos los rigores de un comunismo que, como resultado prometido, nunca existió. Les tocó a ellos durante todos esos años un desmembramiento de sus hermanos que vivían al ladito. Que podían mirar sin ver. Que podían imaginar y sentir y oír porque así de cerquita quedaban estos dos mundos separados por una infamia de ciento cincuenta kilómetros, tendida por una arbitrariedad mugrosa.
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