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Monseñor Óscar Romero

Monseñor Óscar Romero

martes 30 de marzo de 2010, 23:35h
El 24 de marzo de 1980, hace tres décadas, moría asesinado de un balazo, mientras celebraba misa, monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, como preludio de la guerra civil que se desencadenaría en esa década y que iba a costar unos 70 mil muertos hasta la firma de los Acuerdos de Paz en Chapultepec (México), en 1992, aparte de las vidas destruidas, las familias rotas y el acrecentamiento de la herencia cultural de la violencia armada como única forma de resolución de conflictos.

En realidad, los enfrentamientos y la represión venían desde años atrás, desde mediados de los setenta, y la Iglesia salvadoreña era ya uno de los blancos preferidos. En 1977, fue muerto a balazos el padre Rutilio Grande, S.J., cuando se dirigía a la celebración de una misa en un pequeño pueblo cercano a San Salvador.

Lo que mostró el asesinato del arzobispo es que el enfrentamiento bélico, que él y los jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas trataron siempre de evitar y en los peores momentos de atenuar, era por desgracia imposible de detener. También que, para los sectores militares represores y la derecha salvadoreña, la Iglesia católica estaba detrás de las movilizaciones de los campesinos y de los sectores populares y que era el cerebro de las nacientes fuerzas guerrilleras. Romero fue visto no solo con desconfianza, sino con oposición por los sectores tradicionales del Vaticano.

Treinta años después, las cosas han cambiado drásticamente en El Salvador. Los jóvenes no saben ni quieren saber de la guerra. Después de la firma de los Acuerdos de Paz, y contra lo que muchos pensaron, Arena, el partido de derecha, ganó elecciones y gobernó consecutivamente durante cuatro períodos. La izquierda representada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional solo triunfó con la figura de un "outsider", demócrata con un proyecto social demócrata de Gobierno, cercano al modelo brasileño y ajeno a los designios chavistas. El Salvador, como México y otros países centroamericanos, afronta el problema de la violencia no ya por motivos ideológicos, sino por el narcotráfico y su secuela de corrupción y crimen organizado, el desempleo, la destrucción de la familia y la falta de esperanzas.

Si los asesinos de monseñor Romero creían -y es muy posible, por los delirios que provoca la polarización- que este era líder de la guerrilla y que, con su muerte, le propiciarían un golpe estratégico, se equivocaron. Si creyeron dar una macabra advertencia, también.

La guerra civil estalló con más fuerza. Para la jerarquía eclesiástica, el problema hoy no es ya la teología de la liberación, sino la secularización del mundo actual, en donde se le exigen cuentas de lo que dice y hace.

La memoria de monseñor Romero no puede, en cambio, ser utilizada para justificar a los proyectos de una presunta izquierda sudamericana en el poder, cuyos líderes no conocen del pasado, sino eslóganes, y que creen que los muertos de los ochenta cayeron por lo que ellos plantean hoy, sin asumir la factura de una guerra que corrompió no solo a la derecha, sino también a la izquierda.
 

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