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Césares y gendarmes doscientos años después

Césares y gendarmes doscientos años después

martes 01 de junio de 2010, 04:36h
Fue allá por lo años setenta, a raíz del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, que se revivieron las viejas tesis del Cesarismo Democrático y del Gendarme Necesario, con el fin de interpretar la realidad política existente en aquel entonces y tratar  de conciliar así conceptos como autocracia y democracia que, en principio, parecían antagónicos. Para unos, la figura de un autócrata, es de decir, de un hombre enérgico, que supiese imponer su autoridad con mano férrea dentro de las liberalidades de la democracia, era el ideal de lo que se requería en Venezuela como gobernante; otros lo expresaban de una manera menos sofisticada y desvestida de tapujos intelectuales, afirmando que aquí lo que se necesitaba era un militar. Quienes así pensaban creían que solo el autoritarismo y disciplina de los cuarteles  podían poner orden en el país  y acabar con los excesos de los partidos políticos y de sus dirigentes. Algunos menos, con vivencias de un pasado perezjimenista no tan lejano, llegaron  incluso a manifestar su predilección por las “dictaduras buenas”, que al menos hacían obras y mantenían la ley y el orden entre  los ciudadanos  mientras estos no se metieran  en política.  Esta suerte de conciencia sociopolítica se mantuvo en la sensibilidad de muchos venezolanos durante las dos décadas siguientes. Lo demás, es historia reciente.

Se puede asegurar que las elecciones de  diciembre de 1998, con los resultados harto conocidos, han puesto todas estas suposiciones, deseos y leyendas urbanas a prueba, con efectos más que demostrativos. Esta última década llena de elecciones y de gobiernos castrenses, ha servido para mostrarnos que los militares no necesariamente traen el orden con el brillo de sus uniformes, que las  leyes y las instituciones no son fines, sino  medios, y que las ideologías, mas que credos, solo son propagandas y proclamas. También ha servido para concluir que la larguísima etapa de los personalismos y caudillismos que motorizan toda la historia patria desde Boves para acá, pues no se trata de un fenómeno post independentista a partir de Páez, como creen algunos, aún no ha sido superada después de dos cientos años de existencia. En pleno siglo XXI, el caudillismo sigue siendo nuestra cara más visible, más llamativa y, al mismo tiempo, nuestro Talón de Aquiles. Ni siquiera en conceptos modernos, pero tan universales como el de descentralización administrativa o política, hemos podido avanzar lo suficiente, a pesar del federalismo que ha animado nuestras constituciones de la última centuria, siendo los últimos diez años, en todo caso, un retroceso en el terreno ganado. Como muestra reciente de ello, ahí está la orden presidencial de que nadie al frente de una empresa del estado, como Pequiven, por ejemplo, o de un ente publico cualquiera, puede tomar decisiones  importantes, aunque sean meramente operativas o relativas al negocio en si, sin que lo sepa o las respalde el propio Jefe del Estado. Cualquier acción en dicho sentido se considera como un desacato, como un estado dentro del estado, como una traición.
 
Ya en 1902, la atinada pluma de Laureano Vallenilla Lanz escribía: “Desde hace algunos años, puede observarse en Venezuela el fenómeno de que ya no se busca en las instituciones sino en los hombres el mejoramiento de nuestra condición. Andamos como el filósofo cínico, buscando el hombre, perdidos, como se hallan las esperanzas, tras los sistemas que hemos ensayado….”. Lamentablemente, un siglo después, Venezuela aun sigue buscando desesperadamente quien la salve.

 
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