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MODAS INFAMES La vejez edulcorada

lunes 15 de noviembre de 2010, 11:26h
Hay palabras  que, sin llegar a ser  groseras  o impertinentes, en determinados momentos de la historia resultan  violentas o   se consideran tabú.  En nuestros días, una de  ellas es, sin duda,  el término “viejo” o “vieja”. Pocas  palabras hay  ahora   que, en español, admitan  más eufemismos, perífrasis, rodeos, ambigüedades, circunloquios  o alusiones a la hora de utilizarla.  Sí, me refiero al término “viejo”, del latín vĕclus, con el  cual, y hasta no hace tanto tiempo, señalábamos sencillamente a una   persona de edad avanzada. Hoy, sin embargo,  nos cuidamos  muy mucho de   utilizarla  para no  despertar las susceptibilidades que   ha levantado la falsa idea social de que podemos ser jóvenes hasta el  mismo final   de nuestras vidas.

Cualquiera de los  vocablos que  anoto a continuación  forman  parte  de nuestro léxico  para  sustituir -según convenga en cada  circunstancia-   a lo que, sin  connotaciones  peyorativas,  hemos venido llamando hasta hace  no tantos años, por su nombre, es decir, viejo: anciano, abuelo, veterano, decano, patriarca,  mayor, maduro, vejete, viejecito, jubilado, retirado, pensionista,  longevo, entrado en años, de edad madura, de edad  avanzada, de la tercera edad, persona mayor, sexagenario, septuagenario, octogenario, nonagenario o   centenario… 

 
Estadísticas

En España, como en la mayoría de los países del mundo, la longevidad  de los ciudadanos  se ha incrementado de forma espectacular durante todo el siglo XX.  Concretamente, y en nuestro país, la esperanza de vida en 1900 era de 34,8 años y, según un  reciente estudio del  Ministerio de Sanidad y Política Social, en estos principios del siglo XXI  alcanza los 80,2 años, lo  cual significa  que  es bastante más del doble. Algo  que no creo que se  atrevieran siquiera a imaginar   nuestros  bisabuelos  o tatarabuelos. Y, en este podium  de resistencia  a  abandonar este mundo, las mujeres  salen  aún  mejor paradas  que los varones, ya que tienen una esperanza de vida de 83,5 años, frente a los 77 años de los  segundos.

Y, como en  fútbol, baloncesto o atletismo, tampoco salimos nada mal parados  cuando competimos en las olimpiadas de la senectud  porque   en  la comparación internacional  España  ocupa el  cuarto lugar dentro de los países más envejecidos del  planeta. Japón, con un 19,7% de población mayor, encabeza la lista, seguido de Italia y Alemania.

Hoy,  en la vieja España, el número de  personas mayores de 80 años asciende al 4,6% de su población total, frente al 4,4% de la media europea.   Ambas cifras se  triplicarán  en los próximos 50 años, ya que  -según refleja un estudio publicado  recientemente por la oficina estadística comunitaria, Eurostat, sobre las previsiones de crecimiento poblacional en la Unión Europea-  el 14,5%, de la población española será mayor de 80 años   frente a una media comunitaria del 12,1%.

Podemos  discutir  acerca del momento  a  partir del cual    una persona  ha franqueado  la barrera de la madurez para  pasar  a la de la vejez. Este salto depende, además, de  un buen número de factores  individuales  y sociales  que  lo hacen flexible   en  cada momento histórico.   Por ejemplo, a principios del  siglo XX nadie se habría escandalizado como, sin  lugar a dudas, lo haría hoy,  si oye a  alguien  referirse a un “hombre viejo,  de unos  60  años”. Ahora,  sin embargo, esa referencia    sería  apropiada, al menos a partir de los 80.  

Pero, al mismo tiempo, mucho me temo que la prolongación tan   impensable, de la longevidad de los ciudadanos  de la vieja Europa,      pronunciará  aún más  esta tendencia actual al eufemismo  y continuaremos sin   llamar  por su nombre a lo  que no es   sino la vejez,  por mucho que nos empeñemos en  enmascarar -quizás  sería más apropiado  decir edulcorar- la   vieja y tozuda  realidad.
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