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Del hijo poco simpático o del yerno díscolo

Del hijo poco simpático o del yerno díscolo

jueves 15 de diciembre de 2011, 14:24h
Es obligado rectificar. Rafael Spottorno, jefe de la Casa del Rey, no dijo, como yo erróneamente le atribuí en mi último artículo, que se había referido a Iñaki Urdangarín, con el siguiente ejemplo:  "cuando alguien tiene un hijo y le puede querer más o menos o parecer más o menos tonto pero no puede dejar de ser hijo". La frase exacta fue: "Los que tenemos hijos ninguno de nosotros podemos decir mi hijo no es mi hijo, seguirá siéndolo, a lo mejor no nos cae muy simpático o lo tenemos que reprender pero no deja de ser nuestro hijo (...)" Entono el mea culpa. No se habló de hijo tonto, sino de hijo no demasiado simpático o tan díscolo que merece ser regañado. Lo que nos evoca el mismo desagrado en la familia por una especie de hijo pródigo -así lo decía y lo mantengo- al que hay que aguantar resignadamente pese a la incomodidad que crea siendo "uno de los nuestros".

Pero sigo pensando que el ejemplo escogido por el diplomático no es el más adecuado. El todavía Duque de Palma no es un Borbón y por tanto no quedará unido a la familia de la forma irreversible de un hijo o un pariente carnal. Bastaría con un divorcio, como sucedió con Jaime de Marichalar, para que abandonara la familia para siempre. Pero no es esa la cuestión, aunque la sola hipótesis daría para mucho en la telebasura o la prensa del corazón.  Esta familia no es ni de lejos una familia normal. Sus trapos sucios, si los hay, no se pueden lavar en la Casa Real tal como  se hace la colada en las casas familiares del resto de los ciudadanos. La Familia Real es de hecho o por derecho una institución del Estado, la primera familia del país, rodeada de privilegios pero obligada también a una ejemplaridad no exigible a ningún otro colectivo familiar.

La cuestión es aclarar cómo se ha llegado a esta situación. Con la exclusión de los actos oficiales de Iñaki Urdangarín  y el calificativo de sus comportamientos como "no ejemplares"  Zarzuela parece repudiar a uno de sus miembros por un  supuesto comportamiento que afecta seriamente a la honorabilidad de una institución, la Monarquía, básica en nuestra Constitución y que parece adolecer últimamente de estimación popular.

El Rey y los suyos han vivido 36 años sin responder ante nadie ni dar cuenta alguna ni de sus actos, ni de sus comportamientos ni de sus finanzas. La ley se lo permite y tampoco, es verdad, se han pedido demasiadas explicaciones. Los grupos políticos y los medios de comunicación les hemos regalado además una sobreprotección. Cualquier noticia o rumor que les afectara ha sido muchas veces tratada como tema de Estado cuando no como un peculiar tabú democrático. Seguramente ese blindaje ha facilitado los movimientos no ejemplares del yerno de don Juan Carlos. Es la hora, como anticipó recientemente Rafael Spottorno en la comparecencia ante la prensa, de abrir las ventanas en el Palacio de la Zarzuela. Servirá para evitar más problemas en el futuro tanto al Rey Juan Carlos como a su heredero. Empezaremos a conocer las cuentas de la Casa. Sería también interesante conocer también oficialmente las actividades profesionales de todos los miembros de la familia y acabar de una vez con los secretos más o menos a voces. La ejemplaridad empieza por la claridad. El Príncipe debe estar tomando nota en medio de tanto quebranto palaciego.
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