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La (pen)última oportunidad de Rajoy

La (pen)última oportunidad de Rajoy

miércoles 20 de junio de 2012, 16:35h
La incertidumbre se ha instalado, como en una brújula loca, en la vida económica, y por tanto política, española. Ni sabemos qué están pidiendo exactamente Europa, los mercados, los comentaristas internacionales, de los españoles, ni los españoles sabemos exactamente qué es lo que nuestro Gobierno está ofreciendo a Europa, alos mercados. No hemos aprendido a contrarrestar las campañasperiodísticas exteriores ni a defendernos del asedio de los mercadosque buscan comprar a España, o a sus grandes empresas y bancos,'barata-barata'. A Rajoy cada vez le quedan menos oportunidades para sobrevivir políticamente. Quienes, como yo mismo, pensamos que esta supervivencia es esencial, piensan, pensamos, que el tiempo para darpasos adelante nuevos, sin miedo y definitivos, es limitado, muy limitado.

Crece la sensación de que, si España es oficialmente intervenida -se reconozca de manera pública o no--, Mariano Rajoy no tendrá otro remedio que convocar unas elecciones que, como ocurría en Grecia,nadie quiere y de las que nadie espera gran cosa. Al final, el resultado de las elecciones helenas ha sido el previsible: los dos grandes partidos, culpables al cincuenta por ciento de las desgracias del país, dos formaciones que se han odiado desde siempre, se venforzados a un pleno entendimiento para salvar a la nación de la ruina total y para poder optar a una mínima benevolencia de una Europa que está harta de mentiras y malas gestiones.

Personalmente, pienso que unas nuevas elecciones en España, ocho o nueve meses después de las del 20-n, serían una auténtica desgracia. Un reconocimiento de un fracaso colectivo, que no afecta solamente al partido gobernante, que llegó de las urnas con mayoría absoluta -que ya probablemente ni siquiera lo sería--. Un fracaso que afectaría a la oposición, a las oposiciones varias, a las instituciones, que han sabido desprestigiarse a conciencia, a la ciudadanía, que acaso no haya sabido exigir a sus representantes una línea clara de actuación.

No me valen las apelaciones a la difícil herencia recibida -por mucho que ello sea cierto-ni a las dificultades emanadas de los-países-de-nuestro-entorno. A los seis meses de haber comenzado lacomplicada tarea de gobernar, incluso en estas circunstancias, los llamamientos a las culpas de los antecesores de nada sirven. El acoso de los medios internacionales, que existe sin duda, no se estácontrarrestando con las armas necesarias; los mensajes que recibe la población son contradictorios, a veces incompletos, en alguna ocasión hasta mendaces; se está generando una grave inseguridad jurídica -quefue lo que provocó la derrota del PSOE de Zapatero--. Se ha repetido muchas veces en las últimas semanas: es la hora de los estadistas.

Ya sé que Mariano Rajoy no ha nacido estadista. Ni Rubalcaba, ni ArturMas -puede que sí Duran i Lleida, pero ¿quién es ahora Duran iLleida?--, ni Urkullu, ni...Pero los estadistas no nacen: se hacen. Y Rajoy, sobre cuyos hombros descansa ahora una responsabilidad que él nunca hubiese querido  ni quizá, de haberlo sabido, hubiese aceptado,tiene ahora que convertirse en estadista. Y, de paso, convertir a Rubalcaba -que yo creo que está más cerca del gran pacto de lo que pudiésemos inicialmente pensar--  y a los nacionalistas y, si se puede, hasta a Izquierda Unida y al partido de Rosa Díez, igualmente en estadistas, partidarios de la tarea común.

Me resulta difícil imaginar una circunstancia más propicia para estegran acuerdo: ni hay elecciones a la vista -salvo que Rajoy busque unfin abrupto de la Legislatura, lo que me resulta impensable--, ni hay sosiego posible, ni se puede ya gobernar como se gobernó hace apenas cuatro años. Sé que Rajoy está reticente a ese gran pacto, de generosidad y de ideas de altura; muchas veces se ha sentido engañado.

Ahora no hay ya espacio para demasiadas florituras ni ejercicios de esgrima florentina. El país desorientado, desengañado, escéptico, hadejado de creer en sus líderes, dicen las encuestas. Ya no queda otro remedio que atender a lo que dicen no las urnas, que están lejos, sino el sentido común y esa voz de la calle que alguien debería empeñarse en volver a escuchar. 
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