www.diariocritico.com
Molt més que un partit

Molt més que un partit

viernes 05 de octubre de 2012, 08:25h
Recuerdo un encendido debate del cual fui testigo, hará ya unos cuantos meses. La cuestión se dirimía en Bilbao en torno a la proximidad de un meteorito de 400 metros en ruta de colisión con nosotros. Para hacernos una idea; un monstruo similar al de Yucatán, cuyo impacto, parece ser, exterminó a los dinosaurios. Un artículo en el periódico local cifraba las posibilidades de un impacto en el sur de Europa en torno al 50% en el año 2029. El meteorito, según uno de los presentes, giputxi para más señas, estaba a un billón de kilómetros de distancia, y eso, decía el periódico, eran mil millones. El otro lo negaba taxativamente; En Bilbao, sostenía, un billón siempre había sido un millón de millones. O más. Y así estuvieron un buen rato. Al final pidieron mi opinión. ¿Mil o un millón? -Dejaros de nimiedades, -les respondí, -y centraros en lo importante. ¿El meteorito ese es vasco o no es vasco, pues? 

No les sorprendió lo más mínimo mi pregunta, debo admitirlo, acostumbrados como estaban al fomento y subvención institucional de la gallina vasca, la guindilla vasca, el perro pastor vasco, la oveja vasca o el cantautor vasco.

Es uno de los peligros del nacionalismo. Lo invade todo, como el cáncer o la gangrena, y muy especialmente el deporte. ¿Se imaginan el escándalo si una empresa, o una universidad excluyeran de sus solicitudes de ingreso a quienes no fueran de un determinado grupo étnico? Las Ligas Negras de beisbol en los Estados Unidos duraron hasta 1960. Sólo los blancos podían fichar por los equipos de las grandes ligas. Del mismo modo sólo los vascos pueden fichar por los equipos vascos, aunque dada la escasez de jugadores de élite de esa procedencia, cuando interesa se trampea con el etnicismo excluyente, resultando esperpénticos los ardides de trilero con los cuales se mueven las partidas de nacimiento, o se remonta el linaje de cualquiera hasta Aitor. Y si el Atleti es de Bilbao sean los jugadores de Bilbao, aunque no sean del mismo mismo Bilbao.

La simbiosis entre nacionalismo y deporte comenzó a finales del XIX, con las primeras olimpiadas modernas, cuando se optó por la competencia entre naciones, y no individuos. No hizo falta más para elevar a las selecciones nacionales a la categoría de símbolo, como los himnos, banderas y otros plasticismos patrioteros. Hitler fue muy consciente de la potencialidad escénica del deporte, y su relación con el nacionalismo y la política. Las olimpiadas de Berlín, en 1936,  pretendían mostrar al mundo la pujanza de la nueva Alemania y de la raza aria, tiñendo con los colores nazis estadio, avenidas y cualquier superficie susceptible de ser pintada. Sólo las cuatro medallas de oro de Jesse Owens agriaron un poco la fiesta de Hitler, con los germanos arrasando en las competiciones y en el medallero.

Pero el fútbol no es un deporte más. Su capacidad movilizadora es impresionante. Ha fagocitado algunas funciones de la religión. Celebra los rituales mayores los domingos, la gente se viste con prendas especiales para acudir en comunión a las grandes catedrales del siglo XX, y los hinchas se ven redimidos de sus miserias terrenales y de la gris cotidianeidad mientras dura el partido. Son, incluso, elevados a la gloria cuando triunfa su equipo. Los juegos deportivos de la antigua Grecia ya nacieron como celebraciones religiosas; así los Píticos honraban al dios Apolo, los Ístmicos a Poseidón, y los Nemeos y Olímpicos a Zeus. Pero su función era también la de fundir a los griegos, parte de la koiné, en una identidad compartida, solapando así la función de fundamentar una identidad con la religión, cuya etimología es "religare"; reunir.

En nuestros días, cuando el nacionalismo lo contamina todo, el hincha futbolítico (sic, de lithos; piedra, por la dureza de algunas cabezas) ve el mundo con un prisma maniqueo y paranoide; calcado del "pathos" etnicista latente en todo nacionalismo. "Nosotros" somos los buenos, víctimas, si llega el caso, del expolio de un partido por un arbitraje parcial e injusto. "Ellos" son los malos; los agresores ante cuyos atropellos el arbitro hace la vista sorda, ciega y muda, como los tres monos chinos de la felicidad. La masa vociferante repite insultos, rimas y consignas con la misma convicción de quienes coreaban los ¡Sig Heil! en el estadio de Berlín en el 36. El individuo se diluye en una ola emocional, de exaltación eufórica en caso de triunfo, y de depresión colectiva si los hados son adversos. 

El partido del domingo entre el Real Madid y el Barça pretende mostrar la pujanza del "massoberanismo", enfrentando en un duelo agónico a dos selecciones nacionales vicarias, con Ronaldo y Messi en los papeles de Aquiles y Héctor frente a Troya. No olvidemos la relación del fútbol con la violencia ritual, escenificada, pero violencia al fin.

Para identificar al Barça con ese papel asignado de selección nacional, aunque sea espuria, alguien, en Cataluña se va a gastar un dinero, que no llega a los hospitales ni a las escuelas, en repartir 98.000 cartulinas. La idea, como en los espectáculos de masas ideados por Goebbels y Leni Riefenstahl, es que todos, a la señal, griten ¡Independencia! y formen un mosaico componiendo la senyera.

Cuanto más inteligente sería reivindicar la individualidad, la rebeldía y el pensamiento racional sin dejarse manipular. Podrían hacer uso de su libre albedrío, ser irreverentes y usar las 98.000 cartulinas rojas y amarillas para doblarlas haciendo aviones y jugar en las gradas, abanicarse con ellas si hace calor, o ponérselas debajo del culo, manifestando así la opinión que debieran merecer los nacionalismos, las uniformidades y los rebaños balando todos a una. Al menos así las cartulinas tendrían una utilidad práctica durante el partido.


Lea también:
- El Camp Nou pide la independencia de Cataluña en 'prime time'
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (2)    No(0)

+
25 comentarios