La
sesión de control al Gobierno de los miércoles es seguramente la más vistosa de
la semana parlamentaria. Si los discursos fueran equiparables a las carreras
atléticas, las preguntas de los miércoles son pruebas de velocidad. Hay poco
tiempo para la estrategia: haces la pregunta, te responden, replicas y el
ministro cierra. Dos minutos y medio para cada uno. Todo sucede muy rápido,
ganas o pierdes el debate en un suspiro.
El
miércoles, mientras mi compañero
Francesc Vallés preguntaba al ministro
Wert, se
rompió el cronómetro; pero no solo el cronómetro. Algo más, relacionado con el
tiempo, ocurrió en el Hemiciclo, pues el ministro de Educación, Cultura y
Deporte fue transportado a un momento indeterminado del siglo XIX, el momento
de la construcción de la moderna nación española.
Normalmente Wert no había
llegado tan lejos en sus viajes al pasado, lo más a los años anteriores a la
reforma educativa de
Villar Palasí, de 1970. Pero al siglo XIX Wert no había
llegado hasta el pasado miércoles.
El
diputado Vallés preguntaba sobre unas declaraciones del propio Wert acerca de
la relación entre la educación en Cataluña y el independentismo. El ministro le
vino a contestar que él quería hacer lo mismo de lo que acusaba a los
nacionalistas catalanes, pero en sentido contrario: usar el sistema educativo
para españolizar a los niños catalanes. Desde mi escaño recordaba ese magnífico
libro de
Álvarez Junco titulado
Mater Dolorosa, que habla precisamente de la
construcción nacional española. En lugar de seguir el consejo de
Maquiavelo,
que decía que los patriotas debían preferir la salvación de la patria a la
salvación de su alma, los nacionalistas españoles, con un comportamiento poco
patriótico pero muy cristiano, decidieron salvar su alma y entregar un
instrumento estratégico para la construcción nacional, como es el sistema
educativo, a la Iglesia Católica.
Aprovechando
que el jueves aprobábamos la integración de Croacia en la Unión Europea, los
nacionalistas de la periferia vieron su oportunidad de reanudar el debate que
el día anterior había abierto el nacionalista del centro. Uno de esos debates
fue el que sostuvieron dos brillantes parlamentarios: mi buen amigo
Jordi
Xuclá, de CiU, y el ministro
García-Margallo, el mejor orador del Gobierno. En
un momento dado, Xuclá le recordó al ministro de Exteriores que ambos son
demócratas cristianos. Escuchándolos resulta obvio que la Iglesia Católica
cumplió solo una parte del encargo de los nacionalistas españoles del XIX, y se
aplicó con más esmero a la formación de buenos católicos que a la formación de
buenos españoles. Y ahora en el Hemiciclo hay catalanes y vascos que se sienten
católicos pero no españoles. Desde mi escaño miraba la escena convencido de
que, después de una vida que les deseo muy larga y feliz, Jordi Xuclá y
García-Margallo se encontrarán en el cielo de los católicos. Pero no estoy tan
seguro de con qué pasaporte nacional harán ese último viaje.
>>
Vea el blog del diputado socialista José Andrés Torres Mora