No es que
Galicia no tenga problemas. Tiene los de todo el resto de España en estos
tiempos de crisis socioeconómica. Pero no complica la situación con un problema
propio, artificioso y retórico, ni tiene una administración económica en
bancarrota, ni está contaminada de propuestas insolidarias. Esto es lo que se
deduce de los resultados del pasado domingo. La candidatura de
Alberto Núñez
Feijóo ha obtenido una mayoría súperabsoluta, para seguir gobernando con
seguridad y sentido común. La razón de su gran éxito radica, a mi entender, en
el realismo del electorado gallego que conoce, sabiamente para lo que son unas
elecciones de dimensión regional.
No son para
cambiar una Constitución, ni para castigar a un gobierno central obligado a
capear con paciencia el temporal con medidas inevitablemente impopulares, ni
para soñar con utopías estatales fuera de la lógica de la historia, ni para
enviar señales de victimismo a una opinión internacional indiferente a las pataletas
de aldea. Las elecciones autonómicas son para fortalecer el proyecto más idóneo
para que funcione una comunidad de la mejor manera posible, de hoy en adelante,
"de hoxe en diante", dentro de sus competencias legales.
Los políticos
gallegos, sobradamente consolidados, no han caído en ninguna de las trampas
irracionales para desvirtuar el objeto de estas elecciones sino que han
ofrecido su entrega para resistir a la crisis con estabilidad, reducción del
déficit, austeridad y solvencia. Frente a la candidatura de Núñez Feijóo no
había otra opción que un Partido Socialista sin liderazgo estimable, dispuesto
a seguir el peor de los caminos: intentar sustituir a un equipo homogéneo por
un carajal solo imaginable con un pacto inverosímil y contradictorio con un
galimatías de extravagancias, como son una extrema izquierda eternamente
resentida y separatistas separados entre sí mismos. Eran dudosos complementos
que, juntos o por lotes, no sumaban un respaldo de base popular suficiente para
ser tomados en serio. Por ello, la candidatura de Núñez Feijóo ha alcanzado
unos excelentes resultados con su oferta de dedicación y trabajo por y para el
país y no con cuentos chinos.
Aquí no se
trataba de juzgar de rebote ni a
Rajoy ni a
Rubalcaba, ni de remover el chapapote
del "Prestige" o las tumbas del siglo pasado, ni de imitar servilmente las
especulaciones de
Mas o de
Urkullu. Aquí se contó con el talento propio de los
gallegos para hacer política real en su país y para coordinarla con la política
nacional y europea, como prueba el buen pulso de los gallegos, también más allá
de su tierra. La candidatura Popular se presentó con los deberes hechos, con
los proveedores cobrando, sin necesidad de pedir rescate ni de subir impuestos,
marchando en la dirección más útil para salir de la crisis. En otras tierras, otros
agitan las banderolas de insolidaridad para disimular fracasos en el plano
real. Ellos son el problema de sus pueblos, del que el pueblo gallego ha sabido
librarse por sí mismo. A medio plazo, los pueblos pedirán cuentas a quienes
programan "castellets" en el aire en vez de buena administración. En Galicia
las cuentas están claras y el camino orientado en la dirección correcta.
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