lunes 03 de diciembre de 2012, 07:58h
La
irrupción de los móviles en nuestras vidas ha modificado nuestros hábitos de forma muy
pronunciada. Unos, para bien,
porque llevar encima
un teléfono en todo momento posibilita avisar a nuestras familias de que vamos a llegar
mucho más tarde porque se va a prolongar una reunión de trabajo, o indicar al 112 que acabamos de ver un
accidente en tal sitio.
Pero,
paralelamente, ha extendido también
prácticas cada vez más
generalizadas que ponen en peligro la
seguridad tanto de los usuarios, como de los
demás viandantes. Uno de esos hábitos
es el de hablar por móvil cuando
uno va caminando. Y no solo conversaciones
apacibles, civilizadas,
profesionales y puntuales,
sino también tensas, acaloradas,
apasionadas, irritantes, conversaciones
que los usuarios del móvil no se cuidan
de mantener de forma privada y discreta
porque gritan y gesticulan como
energúmenos, aunque las 50 personas que
lo acompañan en el bus estén pendientes
del final de esa apasionante reyerta dialéctica y telefónica.
De
los usuarios de móviles para la remisión de SMS y WhatsApp, ni hablemos tampoco. Las
personas que escriben al tiempo que caminan tienen un 60 por ciento más de
posibilidades de desviarse de su trayectoria y, por tanto, de derivar en accidente, puesto que no se
observan los objetos o personas que hay en la trayectoria. El dato numérico lo
he extraído de un estudio realizado en la Universidad Stony Brook de Nueva York.
En
Estados Unidos, de forma casi general (he
podido comprobarlo personalmente) , los usuarios
de móviles se apartan al lado de la pared
para mantener sus charlas en público.
De esa forma evitan arrollar o ser arrollados por los demás ciudadanos que, como ellos, están utilizando la vía pública en ese momento.
También
he sabido que alguna ciudad norteamericana ha ido, incluso, más allá. Por ejemplo Fort Lee, en Nueva Jersey, una
ciudad de unos 35.000 habitantes, que ha
decidido aplicar, desde principios de 2012 , una nueva norma mediante la cual impondrá
multas de 66 euros a las personas que escriban mensajes en sus móviles mientras
caminan para evitar así esos
pequeños accidentes.
Puede
parecer excesivo este afán de las
autoridades -en este caso, municipales y
norteamericanas- en meterse hasta tal punto en nuestras vidas que se pongan también a regular hasta cuando,
como y donde debemos o podemos hablar
con el móvil. Lo mismo, sin embargo, podíamos pensar hace solo unos años con el uso
extendidísimo de fumar en publico y, hoy en día, nadie discute que
si una actividad privada
tiene incidencia negativa en los demás, la autoridad competente -en este caso, la estatal- está más que
legitimada para regular el consumo de tabaco. No me extrañaría que,
en años sucesivos, otros muchos pueblos
y ciudades de todo el mundo vayan a
seguir también el ejemplo de la pequeña
Fort Lee y que para hablar o
escribir a través del móvil, todos tengamos
en cuenta a los demás. Si lo hiciéramos motu proprio, nadie tendría por qué
regular nada. Pero ya sabemos como somos los humanos, seres tendentes a
creernos el centro del mundo y a considerarnos con más derechos y menos obligaciones
que cualquiera de nuestros semejantes.
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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