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Entre el páramo y la plaza de toros

Entre el páramo y la plaza de toros

sábado 08 de diciembre de 2012, 12:44h
Confieso mi decepción ante todo lo que ha ocurrido en esta semana política en la que conmemorábamos el 34 aniversario de la Constitución. Estuve en la recepción en el Senado, pude ver muy de cerca la confusión de Rajoy cuando le preguntamos si no se debe reformar la Carta Magna y tuve ocasión de preguntar al ministro de Educación, José Ignacio Wert, si no preveía las reacciones en Cataluña cuando, de forma algo inesperada, anunció su última 'vuelta de tuerca lingüística' en la proyectada reforma educativa: "pues claro que lo esperaba", dijo, poco antes de soltar su ya célebre frase "me crezco en el castigo como el toro bravo". Debería saber el ministro la animadversión que en los círculos nacionalistas catalanes despiertan las corridas taurinas. Debería saber Rajoy que más del 65 por ciento de los españoles, dicen las encuestas, se muestran ya no contra el Gobierno, sino prácticamente contra el sistema. No es la hora ni del inmovilismo, por más que la máxima ignaciana recomiende que en tiempos de crisis no ha de hacerse mudanza, ni de los desplantes toreros, por mucha razón que el diestro tenga al arrojar con chulería la montera en el centro de la plaza, brindando al respetable.

Y claro que Wert, que es bastante mejor ministro de lo que sus salidas de tono permiten apreciar, tiene razón en muchos puntos de su reforma educativa, sección lingüística incluida. Pero un político está ahí para sofocar problemas, no para avivar el fuego de los conflictos y ¿de verdad era imprescindible iniciar el combate a la injusta inmersión precisamente ahora, cuando el tocado Artur Mas baila en la cuerda floja decidiendo si gobernar con los independentistas de ERC o mostrarse más acorde con las manos que teóricamente -ya se ve que solo teóricamente-se le tienden desde la otra orilla? Pues eso; de momento, a Mas le han dado un nuevo pretexto para el victimismo extremista, y al Gobierno central, una buena ocasión para tener que dar marcha atrás sin que se note demasiado.

Lo mismo diría yo de un Mariano Rajoy dotado hasta extremos inconcebibles de la virtud de la paciencia. Y de la prudencia. Tanta virtud me está pareciendo ya, la verdad, muy inconveniente. El pasado jueves era el día, allá en el Senado, para haber hecho un guiño -lo hizo, al fin y al cabo, el presidente de la Cámara Alta, Pío Garcia Escudero, persona dotada de fino olfato político-a una posible reforma de la Constitución en aspectos en los que clamorosamente está ya desfasada. Y el pasado viernes era el día no para descalificar la propuesta de cambios constitucionales lanzada, sin duda algo desordenadamente, por el PSOE, sino para que, desde el atril del Consejo de Ministros, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría recogiese el guante que lanzaba Alfredo Pérez Rubalcaba, convertido últimamente en fuente de propuestas mil y desde luego todas perfectibles, pero ninguna por principio desdeñable; nunca lo que dice quien está al borde del precipicio es desdeñable.

En el PSOE se está produciendo un rugir de turbinas con apariencia algo caótica, mientras en el Gobierno y en el partido que lo sustenta la calma es, también aparentemente, chicha, por mucho que algunas ocurrencias de ciertos ministros pretendan animar -o desanimar aún más-el panorama. Y así andamos: entre el páramo, la plaza de toros y el tsunami, mientras el antes mentado respetable, que somos todos los demás, deserta masivamente del espectáculo y lo busca directamente en la calle. ¿Es que no les basta con las llamadas de atención que están recibiendo? ¿Es que hay que esperar al clarín de los tres avisos, que entonces será ya inapelable?

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