Dicen
que mal de muchos es consuelo de tontos. Pero ¿cómo no sentir un cierto alivio,
aquí y ahora, cuando el calendario maya parece que nos anuncia el Apocalipsis,
el fin de lo conocido, para dentro de unas horas? Desde luego, no me encontrará
usted, querido lector, entre los crédulos en estas cosas tan esotéricas,
lógicamente desmentidas por eso que llaman 'comunidad científica', aunque a
veces no sé si creer más en las profecías que, de cuando en cuando, ponen
término a la humanidad -al menos, tal y como ahora es y la conocemos-, que en
algunas chaladuras seudoinformadas de quienes se dicen expertos y que, sin
embargo, de lo único que saben es de lo obvio.
No
importa: resulta que la madre del asesino de Connecticut,
Nancy Lanza, era una
mujer obsesionada por garantizarse la supervivencia ante el riesgo de adiós
total, venga de donde venga; y su liquidación vino de donde menos esperaba, del
arma de su propio hijo. Nunca podemos sentirnos del todo tranquilos ante la
posibilidad de que la patraña, maya u omeya, adquiera formas extrañas en
cerebros demasiado débiles, demasiado enfermos, demasiado simples. Y, así, las
reacciones pueden ser variadas: desde la violenta y desesperada hasta la
nostálgica, la que se alegra de que su mal sea compartido por todos o la de
quien busca el amparo de los demás en la hora postrera. Cuando el famoso
modisto y notorio embaucador de futuribles
Paco Rabanne pronosticó, hace más de
una década, su fin del mundo particular -la fecha ya se ha cumplido
sobradamente y nadie ha exigido responsabilidades al diseñador de modas-, mi
hija pequeña, entonces de siete años y residente temporalmente en París, nos
llamó a su madre y a mí llorando y, tras confesar que llevaba cuatro días sin
dormir a causa de la angustia, suplicó: "por favor, quiero ir a Madrid, porque
quiero pasar el fin del mundo con vosotros".
Lo que me inquieta no es que se acabe este mundo
cruel -al fin y al cabo, uno vive ya preparado para lo que pueda acontecerle en
cualquier momento--, sino que haya gente, atenazada por mil problemas
cotidianos, algunos de los cuales afectan incluso a su supervivencia
alimentaria, que encuentre una vía de escape en la fabulación organizada. Por
mi parte, estoy casi seguro de que, salvo que me despidan o me caiga una maceta
en la cabeza, volveré a estas páginas después del viernes, y el sábado, y el
domingo, y... Soy un tipo racional, me digo, que desprecia estas cosas. Pero
inmediatamente después me doy cuenta cabal de que, con la que está cayendo, yo
también me he permitido el desliz de dedicar esta columna a la evasión de ese
fin del mundo que no será, como si la tontería maya -que tampoco es maya, nos
dicen los exégetas- fuera algo serio y digno de ocupar, amable lector, su
reflexión; y es que uno a veces también se deja llevar por lo interesante,
incluso a sabiendas de que eso siempre está peleado con lo verdaderamente
importante.
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Lea el blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>
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