Manuel, aquí en la seca llanura
manchega quiero que pongas mi voz. Viví la amarga guerra y morí en ella aunque
todavía mi cuerpo siga latiendo. Sufrí el hambre y me alimenté de higos secos
que me producían fuego en el estómago, pero quitaban el depredador profundo que
con sus garras me arañaba el estómago por dentro, o sea el hambre. Y luego
robaba el carbón de las vías. Era para venderlo, calentarme, o ahogarme, que
alguna vez las oscuras brasas estuvieron a punto de asfixiarnos a un niño que
nació, como decía Machado, para que alguna de las dos Españas le helara el
corazón.
Sobreviví Manuel a la lujuria de
la angustia. Y llegué a un día en el que la historia me puso enfrente una
batalla, la de vivir juntos y en paz, respetándonos, queriéndonos, y entonces,
con mi corazón enamorado, me dejé el sudor por todas partes, luché porque mis
hijos y mis nietos no tuvieran que sufrir lo que yo sufrí. Mis manos, Manuel,
todavía tienen tierra llena de raíces. Viñas, sandías, berenjenas, cereales...
Las hundía hasta el fondo, porque creía que al fin mi sudor era también una
raíz que crearía inmensos árboles que darían la sombra necesaria para mi gente.
He sufrido y trabajado toda mi
vida Manuel. Los edificios, las carreteras, las empresas, los caminos que
funcionan o todavía quedan, los hospitales que amortiguan el dolor, los
jardines, las campos vivos, las enormes fábricas tienen mis huellas clavadas
dentro del hormigón o la tierra, mi sudor adentro porque ahí me dejé la vida
que creía haber perdido. Y no lo hice por mí Manuel. Yo ya estaba destrozado
desde hacía mucho tiempo. Desde que este país demasiado cruel me arrancó todo
aquello que amaba. Lo hice por mi gente, por la gente, y por ellos volví a
ilusionarme y a levantarme cada mañana con ganas de coger la azada o ponerme el
mono lleno de grasa y silencio.
Y me hice viejo, amigo. Como los
elefantes, inicié el regreso a mi única casa, para morir cuando dispusiera el
del Ojo Grande en la paz de las encinas, o bajo la sombra de los fresnos que
todavía quedan agarrados al polvo del río muerto. Mi cuerpo llegó lleno de
heridas viejas. Pero como consuelo encontré la caricia de los médicos. Y por
ellos vivo Manuel, ya que cuando no me duele una cosa me duele la otra. Es que
me he dejado los huesos en la vida. Y ahora solo quiero el consuelo de no
sentirme abandonado.
Hablo mucho con Custodio y con
Pili Manuel. El médico y la enfermera de urgencias del Centro de Salud. Solo
saber que están ahí me da la vida. Ellos son la frontera entre la angustia y el
consuelo. Y ahora me los quieren quitar porque solo somos cuarenta o cincuenta
viejos los que nos estamos muriendo. Protesta Manuel, protesta por mí, que yo
ya no tengo fuerzas.
Manuel Juliá
Periodista y escritor
http://www.manueljulia.com/