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Benedicto XVI y Juan Pablo II, dos formas de decir adiós

Benedicto XVI y Juan Pablo II, dos formas de decir adiós

lunes 11 de febrero de 2013, 17:18h
El anuncio de la renuncia del Papa ha conmocionado -como no podía ser de otro modo- al mundo entero. Algo así no pasaba desde hace 600 años y sólo una película deliciosa -"Habemus Papam" dirigida por Nanni Moretti y protagonizada por un magistral Michel Piccoli,- nos presentaba el caso de un Sumo Pontífice que, tras ser elegido, sentía una especie de ataque de pánico y huía en secreto de El Vaticano, se mezclaba con el mundo durante unos días y volvía después, presionado por la curia, para dirigirse al mundo y decir sencilla y humildemente, que tenía miedo, que no podía aceptar esa responsabilidad y que renunciaba al cargo.   

No es este el caso de Ratzinger, obviamente, que, en todo caso, estaba más que preparado intelectual y emocionalmente para ocupar un papel determinante en el mundo se tenga o no fe católica. Pero lo que más me ha llamado la atención de esta renuncia, es la diferencia con su predecesor, Juan Pablo II que se mantuvo al frente de la Iglesia hasta extremos que muchos llegaron a criticar.
   
Este es uno de esos artículos que se escriben desde la visión personal de quien lo firma y que no trata de ser nada más que eso. Y aquí nos encontramos con dos claros ejemplos radicalmente distintos de cómo afrontar la decadencia física, el final de una vida, de cómo decir adiós a un pontificado.
  
Todos, creo, al margen de nuestras creencias o de nuestra falta de fe, asistimos al largo final de Juan Pablo II y pudimos seguir en directo como se iba deteriorando ante los ojos del mundo sin ocultar nada. Vimos su párkinson, los desvanecimientos, las tremendas dificultades para hilvanar al final de su vida incluso pequeñas intervenciones públicas; vimos como le faltaba el aire y hasta un hilillo de baba que se le escapaba por la comisura de los labios mientras la vida le iba abandonando. A mí me gustó no aquella imagen sino aquel ejemplo; me gustó que el mundo viera a un Papa que sufría lo mismo que muchos ancianos, lo mismo que le pasó a mi padre y a tantos padres de tanta gente. Aquel Papa no escondió su condición humana hasta extremos que, como he dicho, llegaron a provocar críticas e incomprensiones en el propio seno de la Iglesia.
  
Ahora Benedicto XVI anuncia que se va con la salud minada pero lejos del deterioro que fue asolando a Juan Pablo II. Ratzinger se va antes de llegar a esa situación en un ejercicio, imagino, de responsabilidad y de coherencia consigo mismo sabiendo que crea un precedente histórico en la Iglesia moderna, un precedente que, además, había sido ya estudiado como una posibilidad precisamente ante la situación de su antecesor.
  
Las dos posturas me merecen el mayor de los respetos desde un punto de vista simplemente humano. Si digna y aleccionadora me pareció la valentía de no esconder nada de Juan Pablo II, igual de digna me parece la posición de Benedicto XVI al abandonar su cargo cuando ve que las fuerzas le empiezan a fallar. Ahora habrá miles de especulaciones sobre la decisión de su retiro. Solo queda esperar y me atrevo a decir -ya que esta es una columna personal- desear, que el próximo Papa se vuelque en la iglesia pobre, menos preocupada por los grandes actos y más cercana en los hechos, no sólo en las palabras, a un mundo injusto donde los pobres son cada vez más pobres y en el que ciertos mandatos de la Iglesia siguen chocando frontalmente con una sociedad que ya no puede admitirlos. Pero esa es otra historia.    


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