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Fe y pecado original

Fe y pecado original

viernes 12 de abril de 2013, 13:54h
Aspiramos a un estado laico sin entender como la fenomenología de lo religioso brota una y otra vez, ya como sincretismo, arquetipo o hierofanía. Las manifestaciones numinosas surgen incluso entre los latinoamericanos revolucionarios, cuando sienten la presencia de Chávez encarnado en un espiritual pájaro santo, intermediario entre el cielo y la tierra.

No es la única encarnación. Nimbada con la luz del progreso tenemos también la mitificación y personificación de la república en la figura de una joven tocada con el gorro frigio propio del dios Mitra. Doliente república; virgen forzada con violencia, mártir irredenta, espejo de justicia, trono de sabiduría, causa de nuestra alegría, arca de la alianza, salud de los enfermos, consuelo de los afligidos... Es una "potnia theron" con un león sumiso a sus caricias junto a su costado. Y orlada con el color morado de las liturgias, anunciando, como en el Adviento, un acontecimiento mesiánico propiciado por los gritos de la procesión reivindicativa de la república cada 14 de abril. Si además coincide en domingo, como este año, los paralelismos religiosos claman al cielo. Como cualquier ritual colectivo de peregrinación sirve de camino simbólico y, por supuesto, de marco de unión entre los devotos de la causa para solaz de espíritus gregarios.

Sin embargo, lo más conmovedor, para mí, es la fe en el poder redentor de la república, en los milagros inmediatos desde arriba. Marx nos enseñó la necesidad de cambiar primero la infraestructura de la sociedad para evitar el gatopardismo de Lampedusa. Muchos republicanos, deslumbrados por el mito de la modernidad y el progreso, creyeron ver en el cambio formal de la superestructura, de monarquía a república, la plasmación inmediata de todos sus anhelos.

Primero en 1873. En la misma época en que se tiraron las murallas de las ciudades españolas, como si fueran cinturones opresores, sin que nadie levantara la voz para defender esos símbolos urbanos medievales heredados de generación en generación, durante siglos. Luego, otra vez, en 1931. Como si hubiera llegado la Navidad y todos quisieran sus regalos, y los quisieran abrir a la vez; caóticas ocupaciones de fincas, el desmadre federal de los cantones independientes, la insurrección anarquista de 1933, la revolución de Asturias o la proclamación del estado catalán junto con las impacientes reformas azañistas proclamando que España había dejado de ser católica. Seamos serios, señores; no existen las varitas mágicas. La cuestión formal de la jefatura del estado era y es tan importante como decidir si esos regalos navideños los traen los Reyes Magos o Papá Noel. España tiene problemas de verdad: demográficos, educativos, energéticos, medioambientales... Y los ciudadanos de a pie se ven agobiados por cuestiones  económicos, laborales, de salud o familiares. Las encuestas del CIS demuestran esas preocupaciones, y no esas historias que deberían ser irrelevantes, pero cuya persistencia, sin embargo, nos demuestra el peso del aparato mítico-simbólico, incluso en el estado laico.

Ustedes recordarán como hace cuatro años José Masa, alcalde de Rivas-Vaciamadrid, declaró su intención de celebrar unas primeras comuniones "civiles" llamadas "fiestas del florecimiento", como ya celebraba actos laicos de bautismo o "acogimiento civil".

No sabemos si esos bautismos municipales borrarán cualquier pecado original, lacra que invalidaría para algunos la legitimidad de la actual monarquía, mancillada por el designio del dictador fallecidísimo. Un pecado similar afectaría a la capitalidad de España. ¡Ay, Madrid! No podemos negar su origen antidemocrático; fue el rey absoluto Felipe II quien lo dispuso según su santa voluntad sin consultar al pueblo. Del mismo modo fue Franco quien designó a Juan Carlos I, porque así le salió de los galones, como Rey y Jefe del Estado. Grandísima culpa. Cabe alegar acto de contrición y propósito de enmienda, y, como acto de redención, la actual Constitución, cuyo artículo 5 establece la capitalidad en Madrid mientras el 56 unge al Rey como Jefe del Estado. Tales disposiciones fueron libremente aprobadas por el pueblo soberano, contando con el voto afirmativo de socialistas, el Partido Comunista, la UGT, CCOO, la Organización Revolucionaria de Trabajadores y el maoísta Partido del Trabajo de España. El 88'54 % de los españoles zanjaron con un sí, democráticamente, el asunto. ¿Quedaron absueltos tanto Juan Carlos I como la villa de Madrid de su pecado original? Sin embargo nadie recuerda los pecados originales de la Primera República, proclamada sin elecciones, ni referéndum ni constitución, ni la maculada concepción de la Segunda, con unas elecciones sólo municipales, ganadas por los partidos republicanos en las principales ciudades, con un dudoso recuento de papeletas que distó mucho de ser tan puro.

Es necesario reformar la Constitución, y para ello deberíamos aspirar a contar con el mismo porcentaje de votos afirmativos que la aprobó inicialmente. Si eso significa modernizar la Corona o el advenimiento de la Tercera República, muy bien, pero pensémoslo muy bien antes de tirar unas murallas que luego nunca podrán ser reconstruidas. Lo que suceda ha de llegar democráticamente, con limpieza, por méritos propios, proclamándose dentro de la ley, sin excusas espurias ancladas en el pasado ni argumentos falaces o peseteros propios de económetras neoliberales.

No deberíamos caer, una y otra vez, en el radical adanismo que hizo decir a Ortega y Gasset a los seis meses de proclamarse la II República "¡No es esto, no es esto!". El fin no justifica los medios si se quiere nacer sin pecados originales.
 
 
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