jueves 02 de mayo de 2013, 15:17h
Europa anda preocupada por
la salud de la democracia en varios países de la Unión -no sólo Italia, España
o Grecia- y por el nacimiento de movimientos
extremistas, radicales, xenófobos, antidemocráticos en una palabra, que
amparan parte de sus reivindicaciones en
el mal uso de la democracia, la falta de respuesta de los partidos
tradicionales y la corrupción. El veneno puede estar dentro del sistema y éste no
parece tener el antídoto para contrarrestar la infección.
En España, aunque todavía
no han logrado consolidarse fuerzas políticas o sociales capaces de ser
alternativa a los grandes partidos y al propio sistema democrático, sí hay
atisbos de que puede suceder. El impulso puede venir no de las bases, no del
creciente malestar ciudadano, esporádico, desorganizado y de palabra más que de
obra, sino por la corrupción y la incapacidad de los legítimos representantes
políticos de los ciudadanos para dar respuesta a los problemas. Partidos,
sindicatos, organizaciones empresariales e instituciones clave como el Poder
Judicial, el Tribunal Constitucional o el de Cuentas, el Defensor del Pueblo,
etc., demuestran su incapacidad para ofrecer soluciones, negociar acuerdos y
ejercer las responsabilidades que son imprescindibles para la gobernanza del
país. Lo que es peor, en demasiadas ocasiones son un mal ejemplo para los
ciudadanos y pierden su "auctoritas", su justificación ética y moral.
Más aún, desde el Gobierno
del Partido Popular, como antes se hizo desde gobiernos del PSOE, se está
intentando limitar o eliminar derechos fundamentales de los ciudadanos -el
acceso a la educación, la sanidad o la justicia- y laminar a la sociedad civil,
a las instituciones privadas que representan una voz independiente de la
sociedad para atribuirse toda la representación social. Como si una mayoría en
unas elecciones, aunque sea absoluta, legitimara el ejercicio del poder sin
control o límite alguno.
La seguridad jurídica está
en riesgo por la corrupción y por la ineficiencia de la Justicia, pero también
por la inseguridad que produce la mala calidad de nuestras leyes, hechas, en muchos
casos, de espaldas a los agentes que las van a sufrir, sin los consensos
imprescindibles que las hagan durar y ser eficaces, sin debate y sin aceptar ni
una sola enmienda de otros partidos. También sufre la seguridad jurídica por la
falta de transparencia y capacidad de dar respuesta a los problemas, porque el
poder sigue estando cargado de privilegios, porque nadie se atreve a adelgazar
el Estado y porque se está cargando todo el peso de la crisis sobre los más
vulnerables.
La soberbia de los que
ostentan el poder, su falta de comunicación con la calle, el no escuchar la voz
de los ciudadanos pone en peligro su futuro como representación política y la
calidad de la democracia. Ese es el riesgo máximo. Blindar la democracia exige
demostrar que funciona y que sirve para resolver los problemas de todos, no
para crearlos, para aumentarlos o para eternizarlos.