Se acerca el verano, dice el calendario, y con el calor las fiestas en
todos los pueblos de España. Al ver las imágenes de decenas de jóvenes apiñados
en un estrecho puente de Ondárroa para impedir la detención de la ondarrutarra
Urtza Alkorta por colaboración con ETA, a los erztainas tirando de brazos,
piernas y cuellos para arrancar a los jatorras del pueblo aferrados a las
barandillas entre gritos y voces me ha venido una asociación de ideas a la
cabeza. La evocadora magdalena es para mí el perfume salobre del puerto de
Lequeitio, y de muchos veranos de mi niñez, cuando vestido con mi camisa azul
de arrantzale y el pañuelo de hierbas al cuello, veía a las cuadrillas bogar
hasta el ganso, ciar frenando el chinchorro para dejar al elegido doblar bajo
su brazo el cuello del ánade y luego, al tensarse la soga en la bocana, el
vuelo del héroe a los cielos, cayendo una y otra vez como un Ícaro al mar en un
remolino de plumas, soltando su presa o arrancando de cuajo la cabeza del
ganso, como Urtza Alkorta fue arrancada de ese puente demasiado lejano ya para
el sentido común.
Ese "déjà vu" lo he vuelto a tener con una de las múltiples
manifestaciones del fin de semana. Las fiestas populares y las protestas contra
los populares se van superponiendo en un juego de espejos deformantes cada vez
más indistinguible. Por supuesto los motivos para convocar a las multitudes son
bien distintos y el ánimo también, pero los festejos y las protestas tienen
mucho en común si rascamos bajo las apariencias.
Ambos son actos colectivos durante los cuales el tiempo habitual, con
sus rutinas y convencionalismos queda abolido. La excepcionalidad de ese
paréntesis se subraya alterando las percepciones normales de nuestros sentidos;
en especial el oído, pues tanto en las fiestas como en las protestas se trata de
hacer ruido. Mucho ruido. Petardos, silbatos, bocinas, caceroladas, campanadas
a rebato... Lo mismo sucede con la vista, nublada por el humo de bengalas,
pólvora y a veces los botes disparados por los antidisturbios.
La ropa inusual es también una forma de marcar un ritual al margen de
la cotidianidad. Como en las bodas. Pero en las fiestas son los trajes
regionales, los pañuelos al cuello como en San Fermín o las máscaras de gigantes
y cabezudos repartiendo zurriagazos a diestro y siniestro. En las algaradas son
batas blancas de médicos, camisetas verdes de Educación, de diferentes colores
según el banco que les haya estafado los lucidos por las víctimas de las
preferentes, con un stop rojo para los desahucios o el lema "Herri Harresia";
muro popular, en el caso de los parlamentarios de Bildu en Vitoria. En las
protestas las máscaras son de "Anonymus" con su inquietante sonrisa y quienes
reparten golpes con el zurriago en el pasacalles son los mossos, ertzainas o
nacionales, convertidos también en cabezudos robóticos con sus cascos
globulares.
Por supuesto, tanto en fiestas como en protestas las muchedumbres se
desinhiben. Las prohibiciones habituales dejan de regir y se tolera la
interrupción del tráfico en la vía pública. Procesiones, cabalgatas,
tamborradas, encierros, ocupaciones de plazas y avenidas, barricadas y piquetes.
Ya sea para celebrar un triunfo de fútbol o para escenificar la rabia de una
reconversión neoliberal.
La violencia reprimida explota de manera controlada por la tradición y
se ritualiza en combates de moros y cristianos. En las plazas de los pueblos
los Cornelios Zorrillas de paja y ropa vieja se apalean y arden, en otros
sitios la sangre es real y se alancean toros hasta la muerte. También en los
escraches se redactan protocolos midiendo la violencia, y en otras
manifestaciones, los "incontrolados" arrasan las calles con un vandalismo tan
medido que termina siempre igual.
Por supuesto fiestas y protestas comparten funciones sociales; ambos
fenómenos sirven como válvula de escape a las tensiones acumuladas y forjan un
sentimiento de unidad, de grupo, con la uniformidad del vestido y con cánticos,
lemas coreados e insultos y burlas al "otro", al "enemigo"; bien sea del equipo
de fútbol rival, del partido gobernante o del pueblo de al lado, con quien se
mantiene esa secular hostilidad por un quítame allá esas lindes, como entre
Ondárroa y Lequeitio.
Hay quien se toma las fiestas muy en serio y quien para protestar
baila complejas coreografías al ritmo de una batucada, pero lo que define a
esos fenómenos es su excepcionalidad, la ruptura con lo cotidiano. Repetidos
con demasiada frecuencia dejan de cumplir sus fines; la gente se aburre y
empieza a bostezar. Arrancar la cabeza del ganso por San Antolín apasiona una
vez al año, pero es como los escraches, si se hace todas las semanas habrá que
arrancar otras cabezas más grandes para abrir los noticiarios.