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Los terribles exámenes

Los terribles exámenes

lunes 10 de junio de 2013, 17:56h
Creo que nunca me he sentido más aterrorizado que en los exámenes de reválida. Ni más inseguro. Ni más pequeño. Además, esas pruebas terribles tienen lugar cuando la naturaleza invita a salir al exterior, cuando todo lo que rodea a la casa, desde el sol a los cantos de los pájaros, desde el paseo plácido a la inauguración de las piscinas, es mucho más atractivo que unos libros y un  montón de apuntes.

   Puede que por ello, cuando viene esta época, surgen desde los rincones lejanos de la memoria, esos nerviosismos tan tempranos como profundos, incluso muchos años después de que mis hijos, que ya me han dado nietos, pasaran por la misma prueba. "Bien, papá. Me ha salido Platón", me dijo mi hija, hace muchos años. Y yo dí un suspiro de alivio, como si el que me examinara fuera yo, porque Platón es mucho más fácil que Aristóteles.

   Los exámenes son tan horrorosos como necesarios. Como las oposiciones. Oponerse, pero oponerse al compañero, es decir, oposición fratricida.

   Estos días anda discutiéndose la tropecienta reforma educativa de este país tan lleno de gente maleducada, y se oyen voces sobre la inconveniencia de los exámenes, como si fuera algo que se pudiera evitar y existiera un instrumento -como el alcoholímetro- que pudiera medir el grado de sapiencia en el cerebro.

   Y no lo hay. ¿Por qué hay que examinarse para ser juez? ¿O para proyectar un edificio o para operar de cataratas? Siempre hay un momento en que te tienes que examinar, y de eso depende que puedas ejercer o no, que te den el trabajo o te lo denieguen. Nadie cuestiona el examen del carnet de conducir, aunque hay países en que no existe.

   Esos terribles exámenes son tan terribles como imprescindibles y forman parte de un entrenamiento necesario para luego acudir mucho más seguro a otros exámenes más trascendentales
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