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La hora de los jueces

La hora de los jueces

jueves 04 de julio de 2013, 12:07h
La expansiva felicidad de estos recientes años, regados con champán y festejos interminables, se ha convertido para muchos en angustia insoportable. Un pelotón de jueces avanza contra la noche de los días luminosos, y disparan contra los bellos recuerdos de quienes pensaron que tenían una túnica de impunidad para cubrir su cuerpo. Sobre la luz del pasado se cierne la penumbra, la que se llena de musgo en las celdas de las cárceles lejanas. Hay una tragedia inevitable que sucede al vodevil que la vida puso en manos de los que no tuvieron temor. Se sentían tan poderosos que despreciaron la pica de la justicia futura. El mundo de Bárcenas y Gurtel, las cohortes de los ERE, los espejos vacíos de Urdangarín, las bolsas de basura de los Pujol... Llamadas interminables, despachos inmensos, moquetas refulgentes, luminosidades y vicios inconfesables jugaban una partida de ajedrez contra el mañana, y creían que siempre vencerían pues tenían en sus manos las mejores cartas.

El dinero es una salsa que cuando se come siempre da hambre de más, se dice en Hamlet, y ellos se saciaron de ella hasta la extenuación. Pensaban que la impunidad de su paladar y la profunda protección de sus estómagos serían infinitas. Pero el poder oscurece la mente y crea una burbuja en las neuronas que las aísla del oxígeno colectivo. Por eso sostenían que la realidad no era como era, sino como ellos querían que fuese. Como Niels Bohr frente a los enigmas del átomo, pero por otros intereses, sintieron que si la realidad no estaba de acuerdo con sus "teorías" era peor para la realidad. Y como los siervos les decían cuando preguntaban la hora la que usted ordene mi general, como a aquel patriarca de García Márquez, pues se creyeron incluso por encima de los propios dioses políticos que los habían encumbrado. Ellos manejaban hilos de poder, se acostaban con los presupuestos en la almohada, abrían y cerraban las puertas de palacio, decidían quiénes tenían que entrar al amanecer, o quienes podían quedarse a dormir en los refugios calientes de sus guaridas. En su imperio oscuro se sentían sagaces porque manejaban un suburbio lleno de almas compradas.

Pero el tiempo real, como al Fausto de Goethe, les cayó encima como si fuera el fuego de un infierno de togas. Y su atrevimiento se volvió una daga de hielo. Porque es imposible mantener para siempre la ley del que incumple la ley. No se puede atar a la Justicia hasta el límite de su ausencia. Por eso un día abrieron la puerta y vieron enfrente caras largas, mostachos civilones, togas de lentos alfileres. Muchas veces quien la hace la paga, esa es la moraleja de este cuento. Si no nuestro país seguiría en la noche oscura del medievo. Y es que el fondo fueron unos necios conjurados contra la maza del destino.



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