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Divino

Divino

sábado 16 de noviembre de 2013, 19:26h
Es una uva francesa que se ha mancheguizado hasta casi parecer como propia. 
Tengo aún el olor del chardoné en el fondo de los pulmones. Huele a frescor de la ribera de un río, a frutas que maduran en la sombra. Y su sabor, algo agrio y afrutado, pero dulzón, danza aún en los pelillos gustativos demostrando una vida larga que se aposenta en la lengua. Y el sabor a manzana, o a deliciosas golosinas que apenas agreden el paladar del tempranillo, lo tengo también archivado en el hipocampo. Durante el viaje de regreso ambas sensaciones me han acompañado por las carreteras estrechas que surcan las lomas y las encinas, las cepas en espaldera alineadas de manera militar en la tierra marrón, algo roja, con pespuntes de arcilla que forman un tricolor majestuoso. La llanura tiene leves luces que se estrellan contra las hojas rotas de las viñas. Son viñas viejas que han visto tantos otoños e inviernos que reciben el frío sin encogerse, quizá solo resaltando su amarillo vibrante frente a las lágrimas verde oscuras de los olivos. El frío ha venido porque ya era imposible mantener las brisas de verano que rompen la lógica atmosférica.

Surcamos la sombra del atardecer. Las pocas nubes que hay en la lejanía imponen su presencia al sol, que se defiende mandando un rojo que parece la sangre del horizonte. El automóvil va por las carreteras estrechas, viendo Valdepeñas al fondo, sus interminables rotondas, y no puedo dejar de pensar en el sabor persistente del chardoné que se apoderó de nosotros. Es una uva francesa que se ha mancheguizado hasta casi parecer como propia. En un momento determinado, María, la catadora, con un hambre de poesía inmensa nos dijo que sabía a recuerdos de infancia. Tomó su copa, la elevó hacia la luz, dejó que los rayos de sol manifestaran su poder sobre el cristal, y mostró a los cielos ese leve amarillo que un año en botella había conseguido. Su frescor, después en la comida, nos supo a viento leve que trae el olor de las frutas de un huerto misterioso.

Al cruzar por Valdepeñas olía a bodega. Toda la ciudad huele a vino que el tiempo ha ido macerando hasta volverlo una página, o un libro, de su propia historia. Si vas por sus calles sientes una luz en el paladar. Es como si la ciudad hubiese adquirido la frondosa belleza de las viñas en primavera, llenas de un verde que se vierte por la carretera. O la lenta poesía austera de la cepa retorcida en otoño, que se ve como angustiada porque la han dejado desnuda. El vino, en verdad, es la sangre que mueve esta tierra tan seca. Hemos pasado el día un grupo de amigos en la finca Mari Sánchez, de Bodegas Real, sintiendo ese gozo y esa placidez de los espacios abiertos, esa sabiduría amistosa del vino en la copa, que como decía Baudelaire, tiene un alma fraterna colmada de luz.                   
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