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El dios de la lluvia

El dios de la lluvia

lunes 03 de febrero de 2014, 19:27h
Lo bueno de este invierno tan húmedo es que nos entrega paisajes desconocidos, paisajes que vemos en lejanas películas o en fotografías invernales que rezuman nostalgia e intimismo, paisajes que en el fondo aquí apenas imaginábamos, que se pierden en el recuerdo de algún invierno lluvioso de la infancia. Además, desde un punto de vista agrícola, con el dios de la lluvia llega la diosa de la fertilidad. Y con ésta el dios de la belleza, porque con tanta bruma nuestra tradicional sequedad se alimenta de sombras fértiles, nubes impunes, pensamientos tranquilos. Y queda el olor del polvo destrozado. Y así cuando nuestras tierras secas, antiguas, se encharcan, se emborrachan de agua, ya no parecen del sur. Cuando la neblina es el oxígeno que respiran los olivos el paisaje se vuelve enigmático, se concentra más en el silencio. El rastro de un cielo azul todavía se detiene en la mente, pero si abres los ojos, y miras a lo lejos, te encuentras con un paisaje soñoliento alimentado con la luminosidad de la penumbra; un paisaje extemporáneo que vence la antigua sequedad, dando tristeza y sombra, melancolía y fuerza. Parece que la vida de siempre se ha puesto unas ropas distintas, que ha apagado su fuego para acurrucarse en la nostalgia.

Sales a las calles de la ciudad o el pueblo y todo está más solitario y silencioso. El brillo de las luces en los adoquines mojados te crea la ilusión de que son de cristal. La soledad te da la sensación de que todo es más grande e importante y además es más posible pasear conversando con el que habita con nosotros, con el que vive dentro de nuestra mente. Porque aquí, en el corazón del desierto manchego, con la lluvia llega una pizca de poesía traducible, una hoja de melancolía que se queda en la blandura del viento mirando la vida esconderse, mirando el golpe de los semáforos en el viento, mirando como se limpian las fachadas llenas de mugre. Estos campos se vuelven blandos y registran fotografías de ruedas anónimas. Las encinas se enriquecen con el pálido verdor de la niebla. Los rastrojos desechan su aspereza para brillar luminosos. Cuando el dios de la lluvia se acuerda de nosotros nos viste con una belleza impensable. Nos detiene la angustia del polvo. Nos crea un preludio de primaveras hermosísimas y veranos refrescantes. Nos encanta con el agua del tiempo. Nos endulza con el sabor de la primera célula que comenzó a vencer en la batalla de la vida.   
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